martes, 3 de enero de 2017

Lectura del santo Evangelio según san Juan (1,29-34):

Al día siguiente, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: "Trás de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo." Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua para que sea manifestado a Israel.»
Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado el Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo." Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.»
Palabra del Señor.

¡Somos hijos de Dios!El pecado, ¿humaniza o deshumaniza? Los intentos de rebajar el mesianismo de Cristo de los que hablábamos ayer, responden con frecuencia al deseo de “humanizar” su figura, que, por su carácter divino y, por eso mismo, santo, puro y sin pecado, nos parece demasiado sublime y alejada de nuestra realidad humana. Esto se puede entender porque los seres humanos en exceso perfectos se nos antojan también demasiado elevados, y alguna que otra debilidad parece acercarlos al común de los mortales. Pero esto es una falsa impresión. Hay formas de “perfección” que se parecen muy poco a la perfección de Dios: la conciencia de la propia justicia puede llevar a la soberbia, al juicio duro e inmisericorde, al alejamiento respecto de los demás seres humanos. Pero es claro que esta perfección es ficticia: el peor pecado no es el que deriva de las debilidades humanas, sino el de soberbia, la autoafirmación de sí, que niega de paso a los demás, como les sucedía a los fariseos, y a aquellas monjas jansenistas de Port Royal, de las que se decía que eran puras como ángeles y soberbias como demonios.
La pureza de Jesús, la ausencia en él de pecado, es muy de otro tipo: no es una autoafirmación soberbia, sino, al contrario, un humilde abajamiento (cf. Flp 2, 7). No sólo no lo aleja de nosotros, sino que lo hace cercano, carne de nuestra carne, y, por eso mismo, capaz de sentir con nuestros propios sentimientos, de compadecerse. Precisamente porque no tiene pecado, por eso carga sobre sí y quita el pecado del mundo.
El pecado, por el contrario, endurece el corazón y nos aleja de
nuestros semejantes, bloquea la capacidad de compadecer: así, el egoísta que sólo piensa en sí mismos y usa a los demás en beneficio propio, o el que es víctima de vicios, que lo cierran sobre sí mismo, dificultando o, incluso, impidiendo, la apertura a los demás; también, claro, el soberbio, que en nombre de una presunta perfección o justicia condena a los demás sin misericordia.
La perfección de Jesús es el amor misericordioso de Dios que nos purifica por el bautismo y la penitencia y, así, nos libera de los pecados, que desfiguran nuestra humanidad. Es la perfección de un amor y una misericordia que nos humaniza, nos ayuda a ser nosotros mismos, a encontrar la verdad de nuestra vida, que consiste en que somos, de verdad, hijos de Dios.