Iban un día de paseo dos peces por el mar. Y un pez le dice al otro: -Oye, ¿ves esa lombriz? Pues fíjate: está colgada de un hilo. Y en la punta del hilo hay una caña. Y esta caña está en manos de un hombre. Y ese hombre está esperando a que uno de nosotros se lance a por la lombriz, para engancharle, y a la sartén.
Y el otro, que se las daba de muy enterado, que no creía nada de lo que le decía su compañero: -Bueno, ¿y tú crees en el cuento de la sartén? ¡Pero si es un cuento de viejas! ¡Si eso lo contaba mi abuela! Yo, un pez moderno en el siglo de la técnica, ¿me voy a creer cuentos de viejas? ¿Quién ha vuelto de la sartén para contarlo? ¿No quieres la lombriz? ¡Tú te la pierdes! ¡Mía es!
Y ese pez «listillo», que no creía cuentos de viejas, que se reía de todo eso, se lanzó a por la lombriz, y lo engancharon y ¡a la sartén! Porque el cuento de la sartén no es mentira porque él diga que es mentira. Existe la sartén y los hombres que comemos pescado frito.
Como a el pez listo que terminó en la sarten, a algunos no les conviene creer en Dios porque la religión exige mucho. Los estorba. Si creemos en Dios, nos obliga una moral, nos obliga una honradez, nos obliga una rectitud. Por no querer adaptar nuestra vida a la fe, tiramos la fe por la borda. Decimos: «Yo no creo en Dios, y así vivo a mis anchas: hago lo que me da la gana, lo que me apetece, lo que me conviene. »
Y es que las verdades son muy antiguas. Hace mucho tiempo que dos y dos son cuatro. Y no por eso dejan de ser cuatro. Lo que es verdad lo fue ayer, lo es hoy y lo será mañana... Y el infierno que fue verdad para los abuelos será también verdad para los nietos. Las verdades dogmáticas no pasan con el tiempo. Son verdad siempre. La solución es cuestión de cien años. Cien años pasan pronto. Nos habremos enterado todos. Los que creemos nos encontraremos con lo que creemos y los que no creen se encontrarán que se han equivocado. Pero todos nos vamos a enterar, porque la muerte nos lo aclara todo.
Y el otro, que se las daba de muy enterado, que no creía nada de lo que le decía su compañero: -Bueno, ¿y tú crees en el cuento de la sartén? ¡Pero si es un cuento de viejas! ¡Si eso lo contaba mi abuela! Yo, un pez moderno en el siglo de la técnica, ¿me voy a creer cuentos de viejas? ¿Quién ha vuelto de la sartén para contarlo? ¿No quieres la lombriz? ¡Tú te la pierdes! ¡Mía es!
Y ese pez «listillo», que no creía cuentos de viejas, que se reía de todo eso, se lanzó a por la lombriz, y lo engancharon y ¡a la sartén! Porque el cuento de la sartén no es mentira porque él diga que es mentira. Existe la sartén y los hombres que comemos pescado frito.
Como a el pez listo que terminó en la sarten, a algunos no les conviene creer en Dios porque la religión exige mucho. Los estorba. Si creemos en Dios, nos obliga una moral, nos obliga una honradez, nos obliga una rectitud. Por no querer adaptar nuestra vida a la fe, tiramos la fe por la borda. Decimos: «Yo no creo en Dios, y así vivo a mis anchas: hago lo que me da la gana, lo que me apetece, lo que me conviene. »
Y es que las verdades son muy antiguas. Hace mucho tiempo que dos y dos son cuatro. Y no por eso dejan de ser cuatro. Lo que es verdad lo fue ayer, lo es hoy y lo será mañana... Y el infierno que fue verdad para los abuelos será también verdad para los nietos. Las verdades dogmáticas no pasan con el tiempo. Son verdad siempre. La solución es cuestión de cien años. Cien años pasan pronto. Nos habremos enterado todos. Los que creemos nos encontraremos con lo que creemos y los que no creen se encontrarán que se han equivocado. Pero todos nos vamos a enterar, porque la muerte nos lo aclara todo.