Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,13-16):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»
Palabra del Señor
“SAL Y LUZ PARA EL MUNDO”
Redescubrirnos como signos del amor y la misericordia de Dios para que, con la iluminación de nuestras obras, los hombres se conviertan y lo glorifiquen.
Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar?
La sal es un elemento por conocido por todos. Milenariamente hemos saborizado nuestros alimentos por medio de la sal. Es más, un alimento sin sal nos parece desabrido, falto de sabor, soso, sin gusto. Pero la sal también es peligrosa para nuestra salud, en buena medida da sabor, excesivamente arruina el gusto del alimento y pone en peligro nuestro organismo.
¿Qué significa esto de que nosotros somos la sal de la tierra? En primer lugar, parece sugerir que nuestra tarea es la de darle el sabor a las cosas del mundo. ¡Qué triste vivir en un mundo sin sentido, sin valores, sin eternidad! ¡Cuánta gente no le haya sentido a su vida porque ha cercenado, ha cortado su parte espiritual, relegando su alma a expresiones religiosas vacías de contenido! Ese es el mundo en el que vivimos, un mundo obsesionado por el presente, por el pasarla bien aquí y ahora, sin límites, ni en lo asimilable ni en lo restrictivo.
Nosotros somos la sal porque venimos a poner sabor de eternidad en esta comida, alimento pasajero que nos sirve el mundo. Nosotros somos la sal porque venimos a darle gusto a la vida, porque sabemos que hay un sentido para vivir, porque no somos seres “para la muerte”, sino seres “para la Vida en eternidad”. ¡Somos la sal, demos sabor verdadero!
En segundo lugar, nos sugiere la idea de que nunca seremos una “patota”, una inmensa cantidad de personas que predican la Palabra. Jesús parece recordarlo cuando nos enseña que “la puerta es estrecha”. Por alguna extraña razón de ceguera espiritual, la mayoría elegirá, casi sin pensarlo, la comida desabrida del mundo, y no los manjares sazonados de Dios. Nosotros somos la sal, pocos, exiguos, pequeños en número, faltos de fuerzas… pero llenos del sabor necesario para alegrar la vida de todos aquellos que a través de nuestras obras puedan ver al Padre. ¡No importa cuántos somos, sino cuanto hacemos!
Ustedes son la luz del mundo. No se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón.
“¡Dios es luz, y en Él no hay tinieblas!”, nos dice el apóstol Juan en su primera carta en el capítulo 1, versículo 5. Por eso, Jesús, al darnos el don del Espíritu Santo (Jn 20, 22) nos hace hijos de Dios (ver Rom 8, 14-17) y al ser sus hijos somos como Él: luz del mundo. Para Jesús es innegable que nuestra vida es vida de iluminados. Cada uno de nosotros, al nacer, es una luz que se enciende en el universo, una pequeña estrellita que ilumina el lugar donde le tocó vivir. Cuando recibimos el bautismo, esa luz maravillosa se incrementó con tal densidad que ya no iluminamos nosotros, sino que es Cristo quien nos comunica su luminosidad para aclarar, como una naciente aurora, la oscuridad de la noche ajena (ver Gál 2, 20).
¡Qué insistencia la de Jesús al pedirnos que no escondamos nuestro rostro de iluminados! ¡Como un nuevo Moisés, nosotros también llevamos el rostro radiante cuando hablamos con Dios (ver Éx 34, 29-35)! El que está en Cristo ilumina con sus buenas obras las tinieblas y sombras de sus hermanos, no se empeña en juzgar, o encandilar con sus proezas a los demás, sólo decide, al igual que un humilde cirio, consumir su vida para dar luz al mundo. No estamos llamados a indicar los errores ajenos, estamos invitados a iluminar la realidad para que aquellos que están a nuestro lado no tropiecen en el camino.
Nosotros, los iluminados que iluminan, no caminamos en la oscuridad, sino que tenemos la luz de la vida porque seguimos a Jesús, “la Luz del mundo” (Jn 8, 12).
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