Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35.
“Aprender de Jesús a predicar la buena noticia, para que con entusiasmo podamos anunciar la Palabra y contagiar a los demás del ardor misionero”
Dos discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús. El evangelista Lucas presenta a dos discípulos camino a Emaús, no son “apóstoles”, son discípulos que tal vez formarían parte del grupo de los 70, o tal vez de quienes seguían a Jesús desde Galilea. Estos dos discípulos van discutiendo por el camino, hablan sobre lo ocurrido. Lucas presenta la escena dándonos el nombre de uno de ellos: “Cleofás”, el otro permanece como un total desconocido, anónimo, alguien con el cual podemos identificarnos. ¡Podría ser 3 cualquiera de nosotros, podría ser yo! Jesús se aproxima a ellos, pero, como dice Lucas, “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Jesús pasa desapercibido, no se dan cuenta que es Él. Los discípulos están tan metidos en su discusión, en su conversación sobre esto o aquello, están tan obstinados en mirar las cosas desde su perspectiva, su punto de vista, que no ven la realidad tal como se les está presentando. ¿Cuántas veces nos ha pasado esto? Ensimismados no atinamos a captar otra cosa que lo que sentimos o vemos adentro. Es como haber secuestrado nuestra presencia al mundo circundante, nos hemos arrebatado a nosotros mismos. Y así caminamos, quizá por muchos años, en un autismo, en un solipsismo, que nos lleva a vivir tan egocéntricamente (que no es lo mismo que decir “egoístamente”), que todo lo circundante y la vida a nuestro alrededor es algo que “pasa” de largo a nuestro lado. ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días! La ironía de la dura respuesta de Cleofás hoy es evidente. Cleofás trata a Jesús de forastero, tal vez le sintió la tonada galilea, cuando Él es el protagonista principal de todos los acontecimientos que sucedieron en Jerusalén. Jesús puede decir que Él es el único que no es “forastero”, es el único que no estuvo afuera… Al contrario, su presencia es la que suscita todos los acontecimientos. Y Jesús con un corazón sereno, paciente, empieza a enseñarles, diríamos hoy con Biblia en mano, todo “lo que se refería a Él”. Tendrán que llegar al pueblo para que Jesús se dé a conocer. En un gesto sacramental tomará el pan, pronunciará la bendición, lo partirá y se los entregará. Lucas nos dice: “entonces, los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron”. ¡Cuántos cristianos hoy dicen creer y no celebran los sacramentos en la Iglesia! ¡Cuántos católicos hoy se privan voluntariamente de recibir la Eucaristía! Nunca olvidemos este relato de los discípulos de Emaús, en cada Misa, en cada celebración litúrgica, Jesús “comenzando por Moisés y continuando por todos los profetas” nos explica las Escrituras. En cada Misa celebrada se proclama la Palabra de Dios, en cada homilía se nos explica y actualiza el mensaje de la Palabra de Dios, en cada celebración eucarística la Palabra se sirve a la mesa del creyente atento y con hambre de la enseñanza de las cosas divinas. Pero también en cada Misa se toma el pan, se pronuncia la bendición, se lo parte y se lo entrega a los hambrientos de Dios. La Eucaristía, alimento divino, pan bajado del Cielo, es el sacramento que abre nuestros ojos, que nos devuelve la vista en nuestros ojos ciegos, que nos permite ver la vida con mirada de eternidad. El v. 32 nos muestra cómo deberían ser nuestras celebraciones eucarísticas, a veces tan frías, aburridas y rutinarias: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Aquí no se trata de cómo lo hace el presidente de la asamblea (presbítero), se trata cómo celebramos cada uno de nosotros la Eucaristía, que es tan personal y tan comunitaria al mismo tiempo. Si nuestro corazón arde en cada celebración eucarística, si la alegría del encuentro aflora en nuestro ser en cada celebración eucarística, si nuestros ojos se abren a la vida y al amor de Dios en cada celebración eucarística, es porque hemos reconocido a Jesús al partir el pan. O
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