Experimentar la alegría constituye un desafío para las personas en la sociedad hodierna. En un mundo lacerado por profundas divisiones y rupturas, donde la abundancia de rostros sombríos son elocuente testimonio de la profunda desesperanza y tristeza por la cual atraviesan los hombres y mujeres de hoy, ¿existe todavía un lugar para la alegría?
La felicidad ciertamente es una necesidad fundamental del ser humano. El anhelo de ser feliz está tan arraigado en el corazón del hombre como la búsqueda de sentido a la propia existencia. La misma experiencia cotidiana así nos lo demuestra. Es por ello que tantos buscan infructuosamente esta felicidad en las múltiples ofertas de la cultura de muerte. El consumismo, la búsqueda desordenada del placer por el placer, de lujos, riquezas y confort, la ambición del poder, el hedonismo... son tan sólo algunos signos de lo que el mundo nos ofrece como sucedáneos a nuestra necesidad de la auténtica felicidad.
Sin embargo, es igualmente evidente que la degradación de estas propuestas es proporcional al vacío y frustración que dejan en el hombre. Y no puede ser de otra manera, pues la falsa alegría que ofrece la anti-cultura está fundada en aspiraciones de poder, tener o placer, las cuales alienan más y más al ser humano de lo profundo de sí mismo y del recto sentido de sus dinamismos fundamentales y, por lo tanto, de su realización personal. De ahí que la alegría puramente mundana sea vacía, superficial, transitoria, incapaz de colmar de verdadero gozo el corazón humano.
La alegría, signo del cristiano
La vida cristiana y la alegría son dos realidades íntimamente unidas. La alegría cristiana nace de la opción fundamental por el Señor Jesús, es fruto de una experiencia de fe en Él y de comunión con Aquel que es Camino, Verdad y Vida1, que me muestra cuál es el sentido de mi vida en el mundo, la grandeza de mi destino.
El Evangelio es un mensaje de alegría, pues se trata de una Buena Noticia: estamos invitados a vivir el amor y es posible vivirlo aquí y ahora, porque el Señor Jesús nos amó primero. El Hijo de Santa María nos muestra el verdadero significado y el alcance del amor y nos invita a vivirlo. La auténtica alegría es un primer efecto del amor. Y este amor, el mismo amor de Cristo, ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo2. Por eso afirma San Pablo que «el fruto del Espíritu... es alegría»3.
La alegría es un signo presente en la existencia cristiana. Nuestra alegría testimonia la profundidad de nuestro compromiso con el Plan divino. Quien vive su fe con tristeza y abatimiento, no ha comprendido bien el núcleo del mensaje del Señor Jesús.
En la Anunciación-Encarnación el ángel invita a María a vivir la alegría mesiánica: «Alégrate, llena de gracia...»4. María se llena de gozo en el Señor, pues el Mesías nacerá de Ella por obra del Espíritu Santo. El cántico del Magníficat es una hermosa expresión de alegría humilde, limpia, transparente, profunda. María exulta de gozo «en Dios mi Salvador... porque ha hecho en mi favor grandes maravillas»5. Cuando María y José presentan al niño en el Templo, tanto el anciano Simeón como Ana se gozan en el Espíritu ante la presencia del Reconciliador6.
El Señor Jesús llama felices a los discípulos porque sus ojos ven y sus oídos oyen7, es decir, porque ellos han acogido la Buena Nueva, porque están abiertos al mensaje del Señor. En el momento de la Transfiguración, ese encuentro íntimo con el Señor mueve a Pedro a exclamar: «Señor, bueno es estarnos aquí»8. Sólo el Señor Jesús puede ofrecer la alegría que nadie nos podrá arrebatar9.
Alegría-dolor
El horizonte de la vida cristiana no está exento de pruebas y dificultades, de incomprensiones y rechazo, de dolor y sufrimiento. Sin embargo, en medio de las pruebas y el dolor el creyente sabe conservar el dinamismo de la alegría, pues ella es algo más que un sentimiento pasajero, es un estado permanente del espíritu que nace de la fe y compromiso con el Señor Jesús.
San Pablo nos enseña que el cristiano se hace fiel seguidor del Maestro «abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones»10. Esta enseñanza la testimonia el Apóstol de Gentes con su propia actitud ante la vida: «Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones»11.
Sufrir para el cristiano no es, pues, motivo de abrumadora tristeza, sino que la experiencia pierde su ácida mordiente al estar unida al Señor Jesús: «Alegraos en la medida en que participáis de los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria»12. Por eso los Apóstoles, cuando fueron perseguidos y encarcelados, «marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre. Y no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Nueva de Cristo Jesús cada día en el Templo y por las casas»13.
Apóstoles de la alegría
Todos estamos llamados al apostolado, al anuncio del Evangelio en primera persona, según nuestras capacidades y posibilidades. Como ya hemos visto, el Evangelio es un mensaje de alegría. El mismo Señor Jesús es el Evangelio, la Noticia Feliz que colma nuestras existencias.
Por ello nuestra acción apostólica debe estar informada por la alegría. Un anuncio apagado, triste, sin vida ni entusiasmo, desvirtúa la esencia del mensaje cristiano. Todo nuestro apostolado debe brotar de la alegría profunda que nace del corazón convertido y entregado al servicio del Señor y de su Plan de reconciliación.
San Pablo nos invita a ser apóstoles «a tiempo y a destiempo»14. De ahí que nuestra vida cotidiana también es ocasión de testimoniar la grandeza y plenitud de la vocación cristiana. Viviendo la alegría en todas las esferas de nuestra vida, nos convertimos en verdaderas antorchas vivas capaces de llevar la luz de la esperanza a un mundo enfermo y agonizante por falta de la verdadera luz15.
Cuando María visita a Isabel, lo hace movida por el amor y el servicio. Un acto para Ella trabajoso como viajar para ayudar a su pariente encinta se convierte en un magnífico testimonio de alegría cristiana. Isabel experimenta de tal modo la alegría que ve en María y percibe la magnitud de la presencia de aquella que es portadora de Vida, que se ve impulsada por el Espíritu a llamarla «feliz», porque «ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor»16.
Para meditar
Motivos de la alegría cristiana: Dt 16,14-15; Dt 26,11; 1Sam 2,1-2; Sal 5,12-13; Sal 16(15),7-11; Jer 15,16; Lc 2,10-11; Lc 10,20; Lc 15,6-7; Lc 15,32.
La alegría es signo del cristiano: Sal 33(32),1; Hch 5,41; 1Tes 5,16-18.
Dinámica del dolor-alegría: Jn 16,22; Rom 5,3-5; 2Cor 1,3-5; Col 1,24; 2Tim 1,11-12; Heb 10,32-36; Heb 12,1-4; Stgo 1,2-4; Stgo 1,12; 1Pe 1,6-7; 1Pe 3,13-14; 1Pe 4,12-14; Ap 7,14-17.
Características de la alegría cristiana: Jn 16,22.
María, modelo de alegría en el Señor: Zac 9,9; Lc 1,28; Lc 1,45-47.
Un mundo que huye
El dolor es una realidad inevitable para la humanidad. Desde que nacemos hasta que morimos conocemos el dolor en sus distintas manifestaciones: soledad, malestares físicos, defectos morales, tristeza, cansancio, debilidades de todo tipo. El Papa Juan Pablo II llega a decir que el sufrimiento «parece ser particularmente esencial a la naturaleza del hombre... El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo»17.
También es claro que el dolor está casi siempre asociado al mal que existe en el mundo. Por un lado, suele manifestarse de alguna manera como consecuencia del mal. Por otro lado, consecuencia del mal o no, podríamos decir que el dolor en sí mismo es un mal, una limitación, una negación de un bien determinado. El dolor evidencia nuestra propia limitación y finitud; por eso tendemos casi naturalmente a evitarlo.
El mundo en el que vivimos, marcado por el hedonismo promovido por la cultura de muerte, adopta frente al dolor una actitud de fuga desesperada. Si se pudiera expresar en una frase esta disposición, diríamos así: “evita el dolor a toda costa”. Sin embargo, el problema no está en evitar el dolor en sí mismo, sino en la aproximación inmadura y evasiva frente a la vida que se desprende de esta manera de pensar y que se podría plasmar en esta expresión: “consigue el placer a toda costa”. Y es que sin una visión de fe la identificación dolor-mal se agranda hasta convertirse en desesperación. Por ello se invierten tantos esfuerzos en huir de esta realidad.
A pesar de los adelantos técnicos y científicos el hombre no ha podido extirpar el dolor y la muerte. Recogiendo estas inquietudes fundamentales, el Concilio se preguntaba: «¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía?»18.
Las interrogantes no desaparecen con no mirarlas; hay que darles una respuesta. El Santo Padre nos señala que responder al problema del dolor es una necesidad del corazón y un imperativo de la fe. La necesidad del corazón no es otra cosa que nuestra mismidad que clama por una respuesta para nosotros mismos y para los demás. El imperativo de la fe es la llamada que el Señor Jesús nos hace para vivir y proclamar la respuesta que Él mismo le da al dolor.
El Señor Jesús y el sentido del sufrimiento
El Señor Jesús no vino a librarnos del sufrimiento, sino a darle sentido. Él mismo vive intensamente la experiencia del dolor. Nada de lo humano le es ajeno, a excepción —claro está— del pecado. En Él todas las interrogantes que produce el dolor son resueltas. En Él, el dolor pierde su carga de negatividad para volverse ocasión de crecimiento en el amor y la esperanza. El sentido del dolor de la Cruz se manifiesta plenamente en la alegría de la resurrección. Estas dos realidades son el fundamento de la pedagogía del “dolor-alegría” en la que el Señor Jesús quiere educarnos para llevarnos a vivir la plenitud.
La pedagogía divina
Cuando hablamos de la pedagogía “dolor-alegría” nos estamos refiriendo a un proceso en el que ambas realidades coexisten en el entramado de la vida cristiana. No se trata de dos momentos sucesivos, sino más bien de un mismo dinamismo en el que, la mayoría de las veces, la alegría y el dolor se dan de manera simultánea. Si miramos al Señor y a Santa María descubrimos que la alegría cristiana subsiste aun en el dolor, que aparece como un telón de fondo, como esperanza en las situaciones más dramáticas. La Cruz se presenta así no como señal de tortura, sino como signo de reconciliación y alegría. El Señor Jesús nos invita incesantemente a leer nuestra experiencia del dolor desde la fe en Él. Sólo así podemos comprender el misterio del sufrimiento humano y convertirlo no solamente en crecimiento propio, sino en un valioso caudal de reconciliación que misteriosamente llegará a muchos hermanos. Se trata de lo que expresa San Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia»19.
El término “pedagogía” se refiere a la noción de educación de una persona para su recto desarrollo. Cuando hablamos de la “pedagogía divina de la alegría-dolor” nos referimos a un camino privilegiado por el que el Señor nos educa y conduce a la plenitud del encuentro en el amor. Esta pedagogía responde a la naturaleza misma del ser humano. Como anotamos al principio, desde el parto hasta el fin de su peregrinar terreno, el hombre se ve signado por el dinamismo de la alegría y del dolor. Toda etapa de su crecimiento está acompañada de algún tipo de crisis, que puede ser bien o mal asumida. La misma experiencia de vivir contiene la conciencia de finitud que produce un profundo dolor: «El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua»20. La pedagogía divina de la alegría-dolor hace posible dejar de lado lo secundario para permanecer en lo esencial y desde ahí desplegarse en un horizonte de mayor plenitud. Al crecer la tensión entre lo contingente y lo permanente se produce una experiencia de sufrimiento, de inseguridad e incertidumbre que, bien asumida desde la fe, permite descubrir el sentido profundamente positivo de la vida y la muerte en el Señor Jesús.
Vale la pena señalar algunos de los elementos que se presentan en esta pedagogía de la alegría-dolor. Por un lado, educa en un horizonte de esperanza, pues lleva a levantar la mirada por encima de las vicisitudes presentes, a la espera cierta de la alegría prometida por el Señor Jesús21. Ayuda también a centrarnos sobre lo esencial, desechando los obstáculos que impiden nuestra realización personal. Lleva necesariamente a tener una visión de profundidad, pues la situación dolorosa no admite argumentos superficiales sino que clama por respuestas consistentes exigidas por lo profundo de nuestro ser. Quien se habitúa a esta pedagogía aprende también a vivir el realismo cristiano, tan necesario en nuestra aproximación al mundo. Nos educa en una visión positiva pero nunca ingenua, pues no evade las realidades de ruptura que necesitamos reconciliar. Además, la alegría-dolor es una pedagogía que nos prepara para la vivencia del amor, pues éste exige una autodonación generosa y la renuncia a otras opciones que suelen parecernos agradables o incluso justas, pero que se oponen al Plan de Dios22. En el fondo nos preparamos para conformarnos cada vez más al Señor Jesús, dispuestos a amar hasta dar la vida por los amigos23.
En compañía de María
Santa María nuestra Madre es la pedagoga del Evangelio. Los pasajes de su peregrinar recogidos en el Evangelio son un claro reflejo de su vivencia de la alegría-dolor.
En la Anunciación-Encarnación24 la alegría inmensa por la venida del Reconciliador se ve traspasada por la memoria de las profecías del Siervo Sufriente; el júbilo desbordante por el nacimiento del Salvador en el establo de Belén25, frente al dolor por no hallar una morada digna para que nazca su Hijo; el dolor por la pérdida del Hijo, y la alegría al hallarlo en el Templo evidenciando su conciencia mesiánica26; en el momento culminante de la Cruz27 el dolor desgarrador por la pasión de su Hijo —en la visión de fe de María— coexiste con la alegría por el cumplimiento del divino Plan, cuando el Señor Jesús, amando a la humanidad hasta el extremo, realiza la obra de nuestra reconciliación.
Al compás de la alegría y el dolor, la Virgen de Nazaret que nos concibe en la Anunciación-Encarnación se va convirtiendo en la Mujer Fuerte, en la Madre que a los pies del madero da a luz a toda la humanidad. Esta maternidad que se gesta desde el anuncio del ángel culmina en una expresión plena de amor bajo la pedagogía alegre y dolorosa del Señor. Ésta es la gran lección que da María, y que, de alguna manera, el Señor Jesús nos describe: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo»28.
Y es que la única realidad capaz de transfigurar el sufrimiento humano, lo único que disipa las tinieblas del dolor estéril para convertirlo en un caudal de alegría profunda que inunda el corazón humano es el amor, manifestado en la obediencia del Crucificado y en la presencia silenciosa de la Inmaculada del Dolor.
Para meditar
Asumir el dolor con visión de eternidad: Eclo 2,1-6; Jn 16,20-22; Rom 8,18; 1Tim 4,10; Ap 2,10-11.
Las experiencias de alegría-dolor nos purifican y fortalecen en el Señor: Rom 5,3-5; 2Cor 6,4-10; Flp 4,11b-13; Col 1,24; Heb 2,18; 1Pe 5,10.
Vivir la alegría-dolor a semejanza de nuestra Madre: Lc 1,26-38; Lc 2,33-35; Jn 19,25.
El dolor es ocasión para acercarnos al Señor: Job 19,25-27; Rom 8,35-39; 2Cor 4,9-11; 2Cor 4,16-18
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