Cuando la misión parroquial había comenzado, las personas que se acercaron para misionar eran muchas, con el tiempo las cosas cambiaron y fueron quedando pocos misioneros. Salían todos los sábados por la mañana y visitaban, de dos en dos, los hogares del barrio.
Al principio la gente los recibía de mala manera. Las excusas eran siempre: no tengo tiempo, no me interesa, yo ya se todo eso, etc.… A pesar de esto, por la perseverancia y la dedicación de los misioneros, empezaron a verse los frutos deseados.
Las personas abrían sus puertas y recibían el mensaje. Muchos comenzaron a ir a la Iglesia, a mandar a sus hijos al catecismo o a los grupos parroquiales, se reunían a orar y compartían más tiempo juntos.
Los misioneros estaban muy contentos con los frutos de su tarea, pero más lo estaban porque sentían que ellos mismos habían aprendido mucho del Señor y que la gracia de Dios, por estas visitas, reconfortaba su corazón.
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