sábado, 15 de enero de 2011

LA SEMBRADORA

Teníamos en el campo una vieja sembradora. Un largo cajón de chapa, pintado de colorado, descansaba sobre el eje que a intermitencias se conectaba con engranajes y otros artilugios que daban a los engranajes, la semilla caía dentro de unos tubos de hojalata articulados en forma de resortes.

De allí saltaba al pequeño surco que justo delante del tubo iban abriendo dos discos de hierro, para ser enseguida tapadas por la tierra que sobre ella tiraban dos patitas que venían más atrás.

En fin: una maravilla de aparato. Al menos así nos parecía a nosotros los niños, para quienes todo lo que fuera mecánica y engranajes nos fascinaba. Sobre todo nos admiraba ver a los mayores que, en los días anteriores a la siembra, armaban y desarmaban bujes, engrasaban ejes y estiraban correas con una sabiduría que nosotros contemplábamos absortos. La sincronización de tantos elementos, que nosotros no lográbamos entender, nos parecía casi cosa de magia. Realmente la sembradora era una gran máquina. Podía sembrar el algodón en surcos equidistantes y en cada surco las plantas guardaban la distancia justa unas con otras. Cuando los mayores insistían en que la máquina ya era vieja y no rendía el trabajo, nosotros los pequeños no entendíamos el por qué.

Pero un año el algodón anduvo muy bien. En casa se hablaba de renovar las herramientas. Y un día vino un señor a hablar de negocios. A la semana en el patio apareció una sembradora nueva, distinta de la que conocíamos, recién pintada. La admiramos pero no la entendimos. Y con la llegada de la nueva, la vieja máquina de cajón y engranajes fue desarmada. Los fierros fueron a parar detrás del galpón, donde se amontonaron con otros similares y diferentes que procedían de los instrumentos más variados. Las ruedas y el eje se vendieron a un vecino. Y el largo cajón se llevó al gallinero, donde terminó siendo el cobijo para las ponedoras. Fue el único identificable de la vieja máquina que seguimos viendo aún por varios años.

La experiencia del derrumbe de nuestra vieja amiga de infancia podría haberme hecho perder el cariño y la fe por los algodonales si no fuera porque los seguía viendo surgir año a año de nuevo en los campos. Porque la verdad del algodón no dependía de la sembradora. Esta había sido simplemente un vehículo para poner en relación las dos cosas verdaderamente importantes: la tierra y la semilla. La verdad del algodonal descansaba en la fertilidad de la tierra y en la fecundidad de la semilla.

Mamerto Menapace, publicado en Madera Verde, Editorial Patria Grande.

Respondemos, entre todos, las siguientes preguntas:

1. ¿Por qué admiraban los niños a la vieja sembradora?

2. ¿Qué hicieron con la vieja sembradora cuando llegó la nueva?

3. ¿Cuál de las dos sembradoras era más importante? ¿Por qué?

4. ¿Por qué el autor de la historia no perdió el cariño y la fe por los algodonales?

5. ¿Quién fue la persona que actuó de “vehículo” para mi encuentro con Jesús y su Palabra? ¿Supe agradecerle? ¿De qué manera?

6. Cuando escucho a alguien predicar la Palabra de Dios: ¿Me importa más su forma de vida o lo que está diciendo? ¿Por qué?

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