domingo, 8 de julio de 2012

Evangelio de fin de semana


¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

domingo 08 Julio 2012


Evangelio según San Marcos 6,1-6.

Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. 
Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? 
¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. 
Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa". 
Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. 
Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente. 

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios. 

¿De dónde saca todo esto? Jesús había vuelto a su pueblo. Un día sábado común, normal, un sábado cualquiera Jesús llega y comienza a enseñar en la sinagoga. La multitud se asombra, ¿de dónde saca estas palabras, de dónde esta sabiduría, de dónde estos milagros? Ellos lo conocen, saben quién es, Él se ha criado con ellos su familia es muy conocida para ellos. Refrán “pueblo chico infierno grande” como queriendo indicar que al ser tan pocos los que viven en esa comunidad es fácil conocer la vida y obra de todas las personas llegando así a la posibilidad de convertir la vida comunitaria en un “infierno”. Nosotros, en nuestro barrio, en nuestra comunidad, también podemos vivir un infierno. Como en Nazaret, muchas veces sabemos de memoria la vida, corregida y aumentada, de tantos “Jesús” que andan sueltos por ahí. Como en Nazaret, también podemos llegar a “encasillar” en su historia pasada a muchas personas. Como en Nazaret, nosotros también, muchas veces, nos echamos en cara cosas que hicimos mal, errores cometidos, que salen a relucir en momentos de celos, envidias o ¿por qué no? enojo: “ Mirarla a esta, qué se viene a hacer la buena ahora, si antes...“, “ Míralo a este, se hace el santo, vamos a ver cuánto le dura”. Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa. Jesús se asume como profeta y asume el costo de serlo. Él sabe muy bien que su sabiduría y los milagros que esta produce provienen de lo alto, ¿cómo no va a saberlo si es el mismo Dios que se hizo carne? Este rechazo de su propio pueblo, de su propia familia, en su propia casa irá modelando el compasivo corazón de Jesús para la gran tarea de cargar la cruz por nuestra salvación. No sólo es predicar, no sólo es proclamar la Palabra, no sólo hacer grandes milagros, sino también, y sobre todo, asumir proféticamente el desprecio de aquellos que, viviendo en el pecado de la ignorancia, tienen hacia las cosas de Dios. Nosotros también somos profetas. En nombre de Dios predicamos un mensaje que no es nuestro, no hablamos de nosotros, hablamos en nombre del Dios de la vida, llevamos su presencia en todos lados, nuestra palabra es testimonio de que el Dios vivo está presente y quiere reinar en todos los corazones humanos. Pero lo que predicamos abiertamente a las multitudes muchas veces es rechazado fuertemente en la intimidad de nuestra casa. Los que estamos en las cosas de Dios, sabemos claramente cuán difícil es evangelizar el propio hogar, cuán difícil es predicar a nuestros seres queridos. Y allí también como Jesús, empezamos a cargar la cruz de la incomprensión, de los celos y envidias, del rechazo, muchas veces violento de quienes dicen amarnos. Al igual que Jesús, somos motivo de escándalo y al igual que Jesús, somos rechazados por ellos. Por eso, vos, que querés ser profeta de Dios, nunca te olvides que, para serlo de verdad, deberás primero cargar la cruz del desprecio en tu pueblo, en tu familia y en tu casa.Y Él se asombraba de su falta de fe. A pesar del refrán pronunciado por Jesús, la palabra final de este relato es asombro, Jesús se asombra, queda sorprendido, le parece inaudito, lo confunde, lo turba la falta de fe. Él sabe que “no puede actuar si no le creen: necesita la fe de aquellos que le acogen, que reciben su palabra, dejando que la fuerza de la libertad de Dios transforme su vida. A los humanos sólo se les puede cambiar en humanidad, con fe. Jesús no ha encontrado fe con los nazarenos, ha sido rechazado en su patria. Así, rechazado, fracasado, sin milagros, tiene que irse de su pueblo y sinagoga (6, 5-6). Ya no volverá a Nazaret, no entrará más en la sinagoga de los judíos” (Xabier Pikaza, La Iglesia en Marcos, p. 139).¿Qué mató la fe de los nazarenos? Dos cosas: la rutina y los chismes. Se habían acostumbrado a sus asambleas de Palabra divina pronunciada y no escuchada, de Amor expresado y no vivido, de gestos vacíos sin contenido, eran sepulcros blanqueados. A eso nos lleva la costumbre: a la rutina. Nos volvemos autómatas, pequeñas máquinas, sin una pizca de vida interior. Nosotros también vamos a Misa todos los domingos, cantamos, oramos, escuchamos la Palabra. ¿En verdad lo hacemos? Vamos a Misa para cumplir con Dios y, como si estuviéramos barnizados, todo lo que la Palabra nos indica ni siquiera llega a traspasar la cáscara que tenemos. Quizás sería bueno que mientras esto sea así, en vez de decir “soy de la Parroquia tanto y tanto”, o “de la comunidad bíblica tanto y tanto”, dijéramos: “soy de la Parroquia Pueblo de Jesús en Nazaret”, “soy de la comunidad bíblica Pueblo de Jesús en Nazaret”. Creo que así salvaríamos un poquito la sinceridad que nos queda para no cometer la misma locura que cometieron los paisanos de Jesús: de expulsarlo de nuestro pueblo y casa. Los chismes son el pan nuestro de cada día en todo lugar. En muchos de nosotros existe una necesidad casi morbosa de saber y opinar sobre la vida de los otros. Si bien hay chismes y murmuraciones que desgraciadamente llegaron a destruir vidas y familias enteras, lo peor que puede hacer un chisme es quitarnos la capacidad de tener fe, o, humanamente hablando, confianza. Los chismes destruyen la confianza, destruyen la credibilidad del otro, matan la fe, asesinan brutalmente la posibilidad de que el otro me enriquezca, de que el otro comunique vida. Hay muchas cosas malas que nos pueden pasar como comunidad: ser una comunidad de chismosos, de murmuradores; por eso, para no morir a la fe, para que el Señor no se asombre de nuestra falta de fe, empecemos por cerrar nuestros oídos al chisme, impidamos que nos carcoma por dentro, pongamos un freno, no importa si es duro o brusco, a toda intención de chusmerío o maledicencia por murmuración que haya entre nosotros. Hazlo así, aunque te cueste, y no te arrepentirás porque verás en vos, crecer las ramas frondosas, las hojas brillantes, del árbol de la fe.

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