Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Juan (13,31-33a.34-35):
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en si mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.»
Palabra de Señor
“ENAMORADOS DEL AMOR”
“Reconocer el amor de Jesús por nosotros; para que, como él nos ha amado, también nosotros nos amemos los unos a los otros”
Cuenta el evangelio de San Lucas (10, 25-28) que un doctor de la ley le preguntó a Jesús: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. El buen hombre estaba preocupado por la herencia, quería heredar, no bienes materiales, sino la vida eterna. Su meta no estaba en este mundo, como para muchos de nosotros, su horizonte de fe se extendía hacia los confines del cielo. La ambición de este hombre no estaba situada en este mundo, sino en el venidero. No le preocupaba el hoy, sino el mañana.
Jesús le pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”. La indicación de Jesús apunta a que en la Palabra de Dios se encuentra la solución para todo. La Palabra orienta al creyente, la Palabra sugiere, la Palabra estimula el pensamiento. La Palabra no es un libro muerto, es voz de Dios actualizada y actuante cada vez que es leída. En ella Jesús quiere encontrar el camino perfecto para todo el que cree en Dios.
Responderá el doctor: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo”. La Palabra responde: los herederos serán solo los que amen a Dios y a sus hermanos. Jesús cita Levítico 18, 5 y dice: “obra así y alcanzarás la vida”.
Todo esto nos ha servido de introducción para este texto de hoy de Jn 13, 31-35. El mandamiento nuevo de Jesús es amarnos, amarnos hasta el cansancio, amarnos hasta no dar más, amarnos como él nos ha amado. No hay otra herencia, solo la herencia del amor. La vida eterna es una quimera, una mentira solemne, si no se tiene amor. La gran herencia de Dios es el amor y quien obra así alcanzará la vida. El amor es quien nos hace eternos, es quien nos hace trascender la mezquindad del momento, el amor nos hace perdurables, perpetuos, imperecederos.
Solo quien ama es capaz de darlo todo como Jesús, es capaz de confiar su vida en los demás, de entregarse sin reservas. El que ama es aquel que, sin sombras de avaricias, todo lo hace por el amado. Amar es trascender porque nada queda conmigo, todo lo doy. Cuando el amor penetra los corazones se apresuran los pasos para unirnos con el amado, las manos se entrelazan formando cadenas más fuertes que el odio y la muerte, los ojos se fijan (como los de María) en las necesidades ajenas y no en la apetencias propias, los oídos se agudizan para escuchar la queja y el llanto de los que sufren. El amor nos humaniza, porque al ponernos mas cerca de Dios sentimos su corazón divino palpitando de sentimientos de bondad por una humanidad que es tan suya como nuestra.
La tarea del discipulado se hace evidente en el amor. Cuando hay amor ya no tenemos que dar el ejemplo para que otros crean, nuestra propia vida sin necesidad de “deber ser” se convierte en reconocimiento de discipulado. Cuando hay amor las frías formulaciones dogmáticas quedan obsoletas porque el amor no necesita ser defendido ni protegido, necesita libertad para expandirse, necesita corazones cálidos donde anidar, necesita, no luchadores ni paladines –guerreros, al fin, entrenados para matar–, sino enamorados dispuestos a dejarlo todo por amor a los demás.
La herencia de Jesús es el amor. Esta herencia es indivisa, no se puede repartir. Esta herencia es para todos, si la gozan unos pocos sólo es un préstamo o un robo y no “la herencia”. El amor o es de todos o no es de nadie, el amor se comparte o se pierde. Por eso Jesús nos enseña: “así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros”. Amén.
El mandamiento es nuevo porque Jesús es el primero que lo pone en práctica de modo completo. La novedad radica no en la formulación, sino en la ejecución completa del mandamiento, aunque para ello le cueste la vida. Más importante que decir, es hacer. Lo marca taxativamente cuando, de modo eminentemente práctico, dice: “Obra así y alcanzarás la vida” (Lc 10, 28).
sentimos su corazón divino palpitando de sentimientos de bondad por una humanidad que es tan suya como nuestra.
La tarea del discipulado se hace evidente en el amor. Cuando hay amor ya no tenemos que dar el ejemplo para que otros crean, nuestra propia vida sin necesidad de “deber ser” se convierte en reconocimiento de discipulado. Cuando hay amor las frías formulaciones dogmáticas quedan obsoletas porque el amor no necesita ser defendido ni protegido, necesita libertad para expandirse, necesita corazones cálidos donde anidar, necesita, no luchadores ni paladines –guerreros, al fin, entrenados para matar–, sino enamorados dispuestos a dejarlo todo por amor a los demás.
La herencia de Jesús es el amor. Esta herencia es indivisa, no se puede repartir. Esta herencia es para todos, si la gozan unos pocos sólo es un préstamo o un robo y no “la herencia”. El amor o es de todos o no es de nadie, el amor se comparte o se pierde. Por eso Jesús nos enseña: “así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros”. Amén.