domingo, 7 de abril de 2013

EL EVANGELIO Y SU PENSAMIENTO

                                                      


Del santo Evangelio según san Juan 20, 19-31 

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído». Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre. 

Jesús ha resucitado. El saludo de Jesús es “la paz esté con ustedes”. Jesús no sólo habla de paz, muestra que está en paz: “les mostró sus manos y su costado”. El que estaba muerto ha resucitado, las heridas siguen pero no sangran, no duelen. Son su trofeo de la victoria, es el recuerdo de lo que pasó para salvarnos. Este encuentro con los discípulos debió ser muy hermoso. Jesús vuelve a ponerse en medio de ellos y les muestra que está vivo, perfectamente vivo. No fue un espejismo el de María Magdalena, no se equivocaron Pedro y Juan al ver y creer, era verdad, el Señor estaba vivo y ahora se encuentra en medio de ellos. La Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros, carga sus propias heridas, llenas de sentido, porque cada llaga es un canto de victoria, una prueba del triunfo del Dios hecho hombre para salvarnos. Ellos se llenan de alegría. La alegría se les vuelve plena, y saben ahora, que ninguna tristeza, problema o situación dolorosa, se la podrá quitar. El que venció a la muerte está aquí presente, vivo, resucitado, triunfante, de pie en medio de ellos. ¿Qué más se puede esperar de la vida? El principal enemigo de todo ser viviente acaba de ser vencido. 

El amor es expansivo, el amor es servicial. Y Jesús, invitando a la paz, envía a sus discípulos. Ellos serán los encargados de realizar la tarea más sagrada de la Iglesia: perdonar a los errados, perdonar a los que no saben lo que hacen. El principal ministerio de todo creyente es el ministerio del perdón. En la Iglesia lo ejercen, sacramentalmente, los presbíteros: son las personas destinadas para ejercer la misericordia del Padre con todos sus hijos arrepentidos. Pero de un modo vivencial, no por ello menos lleno de sentido, todos estamos llamados a ejercitar el perdón. 

Jesús es un hombre libre de resentimientos, un hombre plenamente sano porque nada tenía que perdonarse a sí mismo, era imposible que Él se hiciera un reproche, o se echara la culpa de algo. Es el hombre sin pecado que, al no tener nada que perdonarse, tampoco puede odiar. Su mirada es pura y limpia, es una mirada que ve que los hombres, como diría Martín Valverde refiriéndose a los jóvenes, no son malos, sólo que no aprendieron a ser buenos. El Maestro, que tiene la mirada limpia y el corazón puro, todo lo perdona, todo lo disculpa, todo lo redime. 

Tomás no estaba con ellos cuando llegó Jesús, nos dice la Palabra. Y cuando todos le cuentan la fabulosa experiencia de su encuentro con Jesús, duda de su comunidad. ¿Podríamos aplicarle el refrán que dice: el ladrón piensa que todos son de su condición? Tal vez. Pero me parece que Tomás es un hombre negativo, algo pesimista, vencido por las circunstancias. Pareciera que no ha podido vencer el haber sido testigo de la muerte de su Maestro. Tanto dolor lo ha desgarrado. Y, como su nombre lo indica (Tomás = mellizo), pareciera que su personalidad está dividida. Vuelve a la comunidad, pero vuelve a quejarse, vuelve a no creer, vuelve a dudar de sus compañeros. No puede dejar de creer en Jesús, pero la evidencia de su muerte lo aplasta y esto es tan fuerte que para creer necesita ver y tocar. Esto es una contradicción ya en los términos. Si se cree no se puede esperar evidencia, si se espera evidencia no se cree. Porque la fe es saber que existe aquello que no se ve. Tomás está encerrado en su dualidad, y con movimientos pendulares oscila entre la fe y la evidencia. El Señor vendrá a sacarlo de esa dualidad. 

Después de encontrarse con Jesús, Tomás recibe un llamado de atención: “en adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. Jesús no anda con medias tintas y exige a su discípulo que crea, que se juegue por sus convicciones. Como dice Ap 3, 15-16: “conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio te vomitaré de mi boca”. Tomás responde: Señor mío y Dios mío. Amo y Creador de mi vida. Lo mismo que repite mucha gente en las celebraciones eucarísticas. Al decir: ¡Felices los que creen sin haber visto!, Jesús nos invita a ser bienaventurados, a vivir dichosos en nuestra fe, llenos de paz, perdonándonos mutuamente e inclusive a nosotros mismos. Nosotros somos esos a quienes Jesús llama felices. Mantengamos nuestra fe bien en alto en un mundo donde muchos se consideran autónomos de Dios y lo eliminan de su vida, y otros vagan por allí buscando nuevas formas de fe religiosa o de superstición para vencer sus propios desánimos. Somos enviados por Jesús a ese mundo que va a contramano de Dios para ser testigos, desde la fe, de que Él está vivo, porque ha resucitado. 

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