domingo, 21 de abril de 2013

Lecturas Domingo 4º de Pascua - Ciclo C

Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Juan (10,27-30):
27 Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas mi siguen.
28 Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano.
29 El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre.
30 Yo y el Padre somos uno.»

“MIS OVEJAS ESCUCHAN MI VOZ”

Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. 

En un mundo tan convulsionado como el nuestro donde, con la excusa de la libertad y la seguridad propia, se sojuzga a los demás, privándolos de sus mínimas libertades y exiguas seguridades, donde los demás solo valen lo que producen y se dice “te amo” cuando se quiere decir te uso, o “eres mi más leal colaborador” cuando lo que queremos decir es “eres el único que se deja usar”, la palabra escuchar parece haber perdido su sentido original. La ley del más fuerte o el más violento es la que se obedece. Y no pongamos el grito en el cielo por lo que nuestros, así llamados, “líderes”, hacen con los destinos del mundo. No, lo que ellos hacen también lo hacemos nosotros a diario con cada acto de discriminación, por cada palabra o mirada violenta, por cada vez que no nos importa lo que los demás sufren si nosotros estamos bien. La realidad más obvia es que estos personajes no existirían si nosotros fuéramos realmente pacíficos. Ellos son la punta del iceberg, ellos son la cumbre de la montaña de violencia que diariamente ayudamos a construir. 

La primera condición para qué una persona, o un pueblo, sea violenta es que se sienta amenazada. Cuando no hay garantías de que las cosas salgan bien de forma pacífica la mayoría de nosotros recurre a la violencia. El problema más grande es que ya nuestros niños crecen en clima de violencia, con la aberración de niños terroristas suicidas en medio oriente y con la casi-aberración de niños occidentales que tienen como juegos preferidos las armas (aunque sean de juguete), los video juegos donde se vence dando muerte al rival (todo ello graficado con muchísima sangre). La violencia está instalada en nuestras casas, en las calles, en las escuelas, en el mundo de los negocios, en los deportes, y también en las instituciones religiosas, que con esquemas fundamentalistas envían a sus adeptos a “conquistar” seguidores para su culto (América latina es un buen ejemplo de ello). De la amenaza original que vuelve violenta a una persona (quizá como último recurso) se ha pasado a una situación de violencia donde todo se resuelve del mismo modo: con el sufrimiento y la muerte del rival de turno. 

La segunda condición es que desde esa situación de amenaza (que no necesariamente tiene que ser momentánea, puede durar toda la vida) la persona o grupo social se cierra a escuchar otra propuesta que no sea la violenta. Expresaba W. Churchill que “un fanático es alguien que solo habla de una cosa y no quiere cambiar de tema”. El fanatismo, sea el que sea, siempre trae aparejada la violencia. El fanático se niega a “escuchar”, el fanático es fundamentalista porque fundamenta toda la comprensión del mundo o de un tema en cuestión en sus propias convicciones. Al fanático no le interesa escuchar otra cosa que un “sí” a su propuesta y para ello, casi sin dudar, recurrirá a la violencia. Desde el momento en que una parte no escucha a la otra el diálogo será de sordos y por lo tanto violento. Cuando uno no se siente escuchado tiende a levantar la voz, tiende a la violencia. 

El mundo de hoy está lleno de sordos que gritan. Jesús “el Buen Pastor” nos propone escuchar… Escuchar los silencios de Dios, escuchar su voz en los que sufren y no piensan como nosotros. Escuchar los gemidos de los marginados, de los discriminados, de los que son minoría, de aquellos a quienes los aturdimos con los gritos de nuestras voces más fuertes. Este es un tiempo de opresiones económicas y culturales, tiempo de ruidos de fusiles y maquinas registradoras, tiempo de discursos vanos y derramamientos inútiles de sangre… Propongamos el silencio del que escucha, el respeto del que comprende la alteridad de los demás, la atención del que se fija en los desatendidos. Como Iglesia nos compete ser “el buen pastor” de este tiempo, ser “las manos de mi Padre” para acariciar, para abrazar, para servir y contener a las ovejas flacas del gran rebaño de la humanidad. Nosotros también, como Jesús, “somos una sola cosa” con el Padre, tengamos pues sus mismos gestos de misericordia escuchando las necesidades del rebaño para así servirle con generosidad.






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