domingo, 4 de mayo de 2014

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio Lc24, 13-35

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.

El primer día de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo,Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: “¿Qué comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. “¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro, y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”. Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Palabra del Señor.

“CORAZONES ARDIENTES”


“Aprender de Jesús a predicar la buena noticia, para que con entusiasmo podamos anunciar la Palabra y contagiar a los demás del ardor misionero”

Dos discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús.

El evangelista Lucas presenta a dos discípulos camino a Emaús, no son “apóstoles”, son discípulos que tal vez formarían parte del grupo de los 70, o tal vez de quienes seguían a Jesús desde Galilea. Estos dos discípulos van discutiendo por el camino, hablan sobre lo ocurrido. Lucas presenta la escena dándonos el nombre de uno de ellos: “Cleofás”, el otro permanece como un total desconocido, anónimo, alguien con el cual podemos identificarnos. ¡Podría ser cualquiera de nosotros, podría ser yo! Jesús se aproxima a ellos, pero, como dice Lucas, “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Jesús pasa desapercibido, no se dan cuenta que es Él. Los discípulos están tan metidos en su discusión, en su conversación sobre esto o aquello, están tan obstinados en mirar las cosas desde su perspectiva, su punto de vista, que no ven la realidad tal como se les está presentando. ¿Cuántas veces nos ha pasado esto? Ensimismados no atinamos a captar otra cosa que lo que sentimos o vemos adentro. Es como haber secuestrado nuestra presencia al mundo circundante, nos hemos arrebatado a nosotros mismos. Y así caminamos, quizá por muchos años, en un autismo, en un solipsismo, que nos lleva a vivir tan egocéntricamente (que no es lo mismo que decir “egoístamente”), que todo lo circundante y la vida a nuestro alrededor es algo que “pasa” de largo a nuestro lado. 

¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!

La ironía de la dura respuesta de Cleofás hoy es evidente. Cleofás trata a Jesús de forastero, tal vez le sintió la tonada galilea, cuando Él es el protagonista principal de todos los acontecimientos que sucedieron en Jerusalén. Jesús puede decir que Él es el único que no es “forastero”, es el único que no estuvo afuera… Al contrario, su presencia es la que suscita todos los acontecimientos. Y Jesús con un corazón sereno, paciente, empieza a enseñarles, diríamos hoy con Biblia en mano, todo “lo que se refería a Él”. 

Tendrán que llegar al pueblo para que Jesús se dé a conocer. En un gesto sacramental tomará el pan, pronunciará la bendición, lo partirá y se los entregará. Lucas nos dice: “entonces, los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron”. 

¡Cuántos cristianos hoy dicen creer y no celebran los sacramentos en la Iglesia! ¡Cuántos católicos hoy se privan voluntariamente de recibir la Eucaristía! Nunca olvidemos este relato de los discípulos de Emaús, en cada Misa, en cada celebración litúrgica, Jesús “comenzando por Moisés y continuando por todos los profetas” nos explica las Escrituras. En cada Misa celebrada se proclama la Palabra de Dios, en cada homilía se nos explica y actualiza el mensaje de la Palabra de Dios, en cada celebración eucarística la Palabra se sirve a la mesa del creyente atento y con hambre de la enseñanza de las cosas divinas. Pero también en cada Misa se toma el pan, se pronuncia la bendición, se lo parte y se lo entrega a los hambrientos de Dios. La Eucaristía, alimento divino, pan bajado del Cielo, es el sacramento que abre nuestros ojos, que nos devuelve la vista en nuestros ojos ciegos, que nos permite ver la vida con mirada de eternidad. 



El v. 32 nos muestra cómo deberían ser nuestras celebraciones eucarísticas, a veces tan frías, aburridas y rutinarias: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Aquí no se trata de cómo lo hace el presidente de la asamblea (presbítero), se trata cómo celebramos cada uno de nosotros la Eucaristía, que es tan personal y tan comunitaria al mismo tiempo. Si nuestro corazón arde en cada celebración eucarística, si la alegría del encuentro aflora en nuestro ser en cada celebración eucarística, si nuestros ojos se abren a la vida y al amor de Dios en cada celebración eucarística, es porque hemos reconocido a Jesús al partir el pan.

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