Había una vez, al principio de todo, una semilla del árbol “Ciudad de los pájaros” que cayó en el suelo. Se dio un gran golpe y la lluvia, que era mucha, se convirtió en río y la semillita, medio ahogada, viajó con el río hasta un hermoso lugar donde las aguas la depositaron. Hundiéndose en el barro, la semillita, como todas las semillas, empezó a echar raíces y a crecer con los nutrientes de la tierra. Su tallo se hizo fuerte y la sabia pasaba a raudales hacia las ramas. La monotonía de la vida de árbol no le quitaba la satisfacción de disfrutar de la vida, el sol, el viento, el frío y el calor. Pero lo que más le agradaba era verse convertida en la casa de los pájaros. Ellos vivían a montones en sus ramas, allí sus polluelos crecían. El árbol los conocía a cada uno por su nombre, los vio nacer, crecer y ser padres de otros polluelos. Conocía las alegrías y las tristezas de cada pajarillo. También los grandes pájaros vivían en sus ramas. Como una gran ciudad, el árbol tenía ramas para todos. Si alguien se sentía incómodo el árbol estiraba sus ramas para darle más lugar. En verano hacía que sus hojas fueran lo suficientemente grandes como para dar sombra a todos “sus” pajaritos. Tan linda era la vida en ese árbol que hasta los animales silvestres quisieron vivir a su sombra, empezaron a cavar sus madrigueras entre sus raíces y disfrutaban todos del cobijo del gran vegetal.
Pasaron los años, y un día, gruesos nubarrones mostraron que arreciaba el temporal… la lluvia venía de las montañas, el río había crecido demasiado y amenazaba con desbordarse. El árbol, la “casa” de todos, estaba en peligro. Los animales se reunieron y deliberaron qué es lo que había que hacer. ¿Muros, defensas? ¡Muy tarde, no tenemos tiempo! ¿Desviar el río? ¡Jajaja, me están tomando el pelo, dijo el cóndor! Solo una solución había y todos decidieron que era la única posibilidad… pero, ¿El árbol querría?
- Arbolito querido, dijo la pajara más vieja, queremos salvarte de la fuerza del río. Solo tenemos una única oportunidad. ¡Llevarte unos metros más arriba!
El árbol estremeció sus ramas al pensar lo que esto implicaba.
- Pero, preguntó, ¿cómo haremos eso?
- No será fácil, dijo el búho, pero lo haremos.
El plan era simple de pensar, pero difícil de hacer. Todas las aves del monte se aferrarían al árbol con sus patas y batirían sus alas para hacerlo volar, los quirquinchos cavarían debajo de sus raíces para aflojar la tierra y así libre, el árbol sería cambiado de lugar. Las vizcachas se encargaban de hacer un pozo en una tierra fértil donde el árbol volvería a ser la casa de todos.
Con el consentimiento del árbol la “operación traslado” empezó. Los quirquinchos empezaron a cavar y, aunque lo hacían con cuidado, sus garras rompieron algunas raíces del árbol, este sufría en silencio para no apesumbrar ni detener a sus amigos. Las aves aferradas firmemente a las ramas hacían toda la fuerza posible tratando de elevar al árbol. El árbol sentía como la fuerza de las aves luchaban contra sus raíces aferradas al suelo. La tensión era fuerte y pensó que su tronco se rompería en dos, partiéndose al medio. Los quirquinchos seguían con su tarea. “-¡el río se desborda!, decían los pájaros de mal agüero, asustando a todos”. En medio de la lluvia los intentos de los animales se hacían cada vez más difíciles… parecía que no se podría levantar al árbol.
El búho, pensativo, habló con los quirquinchos y decidió conversar con el árbol:
- Mira, le dijo, no llegamos a tiempo. Los quirquinchos dicen que tus raíces están muy profundas y no las liberaran antes de que desborde el río. ¡No sabemos que hacer!
El árbol, reflexionando, respondió:
- ¡Que los quirquinchos corten mis raíces! ¡Que los pájaros hagan fuerza con sus alas!
Así se hizo. Los quirquinchos empezaron a masticar las raíces del árbol que temblaba de dolor. Las aves aferradas a él movían sus alas con fuerza. A los pocos minutos empezaron a levantarlo. Las raíces empezaron a romperse y el árbol alzó vuelo. Unos metros más arriba las vizcachas ya habían cavado un gran pozo para que el árbol fuera depositado allí.
Al final, las aves dejaron al árbol en su nuevo lugar. Este estaba casi muerto. Con el tiempo sus hojas cayeron y creían que se moriría sin remedio. Maltrecho y sin fuerzas, parecía no recuperarse.
Al pasar los días y gracias al cuidado de sus amigos del monte, que le llevaban las más fértiles tierras y cavaron una acequia para que tuviera agua constante, el árbol empezó a recuperarse. La “casa de todos” volvió a ser el hogar de una multitud de animales. Por todo el monte se comentaba la gran “hazaña” de los animales y el árbol; los árboles del bosque le enseñaban a sus semillitas:
- “A veces hay que romper las raíces para volar a la vida”.
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