Elena, todos los días, se dirigía a la capilla del pueblo para rezar el Rosario de las siete de la tarde. Era muy puntual y nunca faltaba.
Te digo más: cuando se atrasaba porque las cosas de la casa o la cena la ocupaban más de lo acostumbrado, iba corriendo por la calle para llegar a tiempo.
Tan rápido hacía las cosas para cumplir con el horario de su oración que, muchas veces, trataba mal a la gente en la fila del mercado o caminaba atropellando a los demás. Si algún mendigo le pedía una moneda en la puerta de la capilla, ni lo miraba; estaba tan apurada que entraba veloz como un rayo.
Un día, “le pasaron todas”. Se peleó con el almacenero, porque tardó mucho en hacer la cuenta de las cosas que había comprado; atropelló a una señora que tenía la bolsa llena de papas y caminaba lentamente, y, por último, le dio vuelta la cara a unos chicos que se le acercaron para pedirle unos pesos para comprar leche.
En su propia casa, las cosas no anduvieron mejor. Uno de sus hijos le pidió ayuda para hacer una tarea; como se imaginan, le dijo que se la arreglara solo. El marido, que había llegado muy cansado de trabajar, tuvo la ocurrencia de conversar un rato con ella, mientras tomaban unos mates; lo dejó plantado con la pava de agua caliente en el patio.
A pesar de todos esos “obstáculos”, salió de su casa, llegó a la capilla casi, casi a tiempo... y se encontró con que estaba cerrada.
¡Cómo puede ser! Le dio una rabia.
Se metió por un pasillo lateral que bordeaba la casa parroquial, pero, nada. Todo estaba cerrado. Volvió a ir por la entrada principal y, precisamente allí, vio que en la puerta del templo había un cartelito, clavado con una chinche, que decía:
- “También estoy entre tus hermanos. Jesús”.
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