sábado, 28 de junio de 2014

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio Mt 16, 13-19
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo.


Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?”. Ellos le respondieron: “Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas”. “Y ustedes –les preguntó–, ¿quién dicen que soy?”. Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Y Jesús le dijo: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
Palabra del Señor.
“tú eres el mesías, el hijo de dios vivo”

“Fortalecer nuestra fe en Jesús, el Hijo de Dios; para que, como piedras vivas de la Iglesia, anunciemos con valentía su Palabra”

¿Qué dice la gente sobre el Hijo del Hombre?. La pregunta de Jesús parece un poco rara, es como si a Jesús le hubieren surgido dudas sobre la recepción de su trabajo, de su tarea para con el mundo. Pero no es así, no olvidemos que, a la primera pregunta, viene una segunda: “Y ustedes, les preguntó, ¿Quién dicen que soy?”. Es en realidad esta la pregunta central, a Jesús no le interesa tanto lo que opinan los demás sobre Él, sino la opinión de sus discípulos.
A Jesús le pasa lo mismo que a nosotros: la opinión que más nos interesa es la opinión de aquellos que más amamos. Lo que opinen los demás nos tiene sin cuidado, mientras que a la opinión de los cercanos podamos recibirla con humildad.
“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. La respuesta de Simón Pedro es rápida y clara, no hay lugar para engaños. Jesús, con esta pregunta, les pide que fijen su posición frente a Él: ¿Qué significo yo para ustedes?. Pedro responde con acierto.
Para Pedro Jesús no solo en el ungido, el Mesías, sino que también es el Hijo de Dios Vivo: Jesús es el mismo Dios en persona. Se reconoce en él la presencia del que viene a salvar, pero no es un salvador cualquiera, es el mismo Dios el que se hizo carne y habitó entre nosotros. Jesús es Dios en persona que ha llegado a nosotros para darnos salvación.
Feliz de ti, Simón. Jesús proclama bienaventurado a Simón, llamándolo por su propio nombre, reconociéndolo como discípulo, Jesús lo llama bienaventurado. ¿Porqué es bienaventurado, porqué es declarado feliz? Porque se deja llevar por el Padre que le indica lo que tiene que decir. Esto te lo ha revelado “mi Padre que está en el cielo”. Simón es dócil a la voluntad de Dios, Simón se deja llevar por el poder de Dios. Simón es movido y conducido por el Padre para que hable de ese modo. Nunca Simón podría haber dicho semejante cosa sin la moción y conducción del Padre sobre él. Por eso es bienaventurado, por eso es declarado feliz.
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” El premio para Simón-Pedro, no es un bien, es una tarea. Jesús ve en él a alguien que fortalecido por el poder del Padre Dios puede confirmar y sostener a sus hermanos. Tiene las llaves, es decir, se le da el don de gobierno. Tiene poder para atar y desatar, es decir, puede juzgar, es legislador del pueblo de Dios. El servicio de Pedro es un servicio desde la autoridad, desde la tarea de Gobierno. Pedro es el servidor de la comunidad desde el gobierno. Representa la figura paterna, debe velar, con autoridad, por el bienestar de la casa. Por eso es piedra, porque su firmeza dará robustez a los demás.

sábado, 21 de junio de 2014

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Solemnidad. Blanco

Esta fiesta fue instituida por el papa Urbano IV en el año 1264 “con el fin de tributarle a la Eucaristía un culto público y solemne de adoración, amor y gratitud”. Celebramos que Jesucristo se queda en medio de nosotros en estos elementos sencillos y cotidianos de pan y vino. Así nos invita a compartir su mesa.
Evangelio Jn 6, 51-58

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan.

Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. Los judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”. Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente”.

Palabra del Señor.

“ESTE ES EL PAN BAJADO DEL CIELO”

“Profundizar en la comprensión del Sacramento de la Eucaristía; para que, como comunidad Bíblica, celebremos con toda la Iglesia el banquete del Señor”.

51 Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo".

Cuando Jesús nos dice “Yo soy”, está asegurando que su presencia es divina. Es el mismo Dios el que se da como alimento, “bajado del cielo”, a los hombres. La historia sagrada nos enseñó que no basta con el “maná”, el alimento entregado a los hebreos en el desierto para que pudieran seguir el camino hacia la tierra prometida. El nuevo “maná” no es un alimento perecedero, no es algo que sirve para un momento, es el mismo Dios quien se da a sí mismo como “alimento” sagrado para la tarea “sagrada” de vivir y peregrinar en esta tierra hasta el cielo. Por eso Jesús asegura que “el que coma de este pan vivirá eternamente”, la semilla de eternidad está puesta en el “pan” sagrado que Dios nos entrega. El “por siempre eterno”, se da a los “perecederos” y “finitos”, para que estos vivan “eternamente”. “Nadie da lo que no tiene”, nos dice la sentencia popular, Jesús, el “Yo soy”, puede dar eternidad, porque Él es eterno. Este pan bendito es el mismo Dios que se hace alimento para los caminantes, y en comida ritual se entrega a si mismo para saciar de eternidad. En un gesto sagrado, se vuelve sagrada la vida. La presencia de eternidad que el “pan vivo bajado del cielo” nos da, no es para unos pocos. Así como Dios es eterno y comparte su eternidad, también es omnipresente y, lejos de tener una actitud mezquina, elitista y sectaria, decide ser “Vida”, así como mayúsculas, para “el mundo”. El alimento sagrado, que es Dios mismo bajado del cielo, es para toda la humanidad. Ya no es un pueblo determinado, es toda la humanidad que se vuelve “nación santa”. 

52 Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?".

La reacción que Jesús provoca en su auditorio es de “discusión”. Ellos siguen con posturas racionales, en vez de dejar que la fe los ilumine prefieren la discusión, la manifestación de su soberbia “sabiduría” de hombres que choca de frente con la humilde “sabiduría” de Dios. Razonan cuando hay que usar la fe, piensan cuando hay que usar el corazón, discuten cuando hay que escuchar, se convierten en protagonistas cuando tendrían que ser receptores del “gran” protagonista que es el pan bajado del cielo. Es la imagen típica del ser humano que se cree Dios. En vez de recibir el “alimento” sagrado lo banalizan con sus discusiones teóricas y sin sentido.

La pregunta que se hacen, "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?", manifiesta la actitud falta de religiosidad que ellos tienen. No alcanzan a ver más allá de las apariencias. La pregunta que se hacen tiene una sola respuesta: “De ningún modo la carne de un hombre puede dar vida eterna”. En la medida que desacralicemos nuestra presencia en el mundo, en esa medida todo lo sagrado que realicemos caerá bajo las preguntas y discusiones que manifiesta San Juan en este versículo de su evangelio. Los “judíos”, como él dice, ven lo humano donde deberían ver lo divino, ven con ojos de hombre donde deberían ver con ojos de fe. La mirada desacralizada de la vida nos da una imagen totalmente chata de la existencia. Si logramos cambiar la perspectiva y ascendemos en nuestro mirar podremos encontrar el camino a lo sagrado, podremos ver los milagros de Dios en nuestras vidas, que dejarán de ser “chatas”, vanas y efímeras… para convertirse en sagradas, con sentido y eternas. Hay que cambiar la perspectiva. 

53 Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.

Jesús tiene una mirada diferente. No se queda en las discusiones teóricas y sin sentido. Jesús es práctico. Sabe lo que hace y por qué lo hace. Con una rapidez envidiable saca las consecuencias lógicas de la falta de fe, de la desacralización de la vida, de la pérdida de sentido religioso de la existencia. En vez de ponerse a discutir, Jesús lleva a sus interlocutores a las consecuencias, tristes y malas en este caso, del rechazo del “pan de vida”. El único alimento que da la vida eterna no puede ser rechazado sin caer en la muerte. No comer al “Yo soy” hecho pan es no-ser, es perder la identidad, la plenitud, la Vida. 

54El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. 55Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.

Hay dos necesidades básicas en todo ser humano, que podríamos llamar de supervivencia: la necesidad sexual (que apunta a la vida de la especie) y la necesidad de comer (que apunta a la vida del individuo). Si una persona no “come” se muere. La necesidad de alimentarse en básica. Jesús nos habla de esa necesidad, pero en sentido de plenitud. Así como cultivamos y nos dedicamos a la cría de animales para sustentarnos temporalmente, Jesús nos invita a pensar en “la verdadera comida y la verdadera bebida”. La resurrección final es la garantía de ser alimentados por el Señor. Y aquí las cosas son simples: quien quiera vivir para siempre, tendrá que alimentarse con el alimento que produce vida para siempre. La eternidad de Dios nos es dada por Jesús a través de su propia carne y sangre. Recibir la Eucaristía, no es una obligación, es una necesidad. 

56El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. 57Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.

Raymond Brown[1], nos dice con respecto a estos versículos:

Si comparamos los versículos 54 y 56, advertiremos que poseer la vida eterna supone estar en comunión íntima con Jesús; se trata de que el cristiano siga con Jesús (menein), y Jesús con el cristiano. En el versículo 27 hablaba Jesús del alimento que dura (menein) hasta la vida eterna, es decir, que la fuente de la vida eterna es un alimento que no se acaba. En el versículo 56, el verbo menein se aplica no al alimento, sino a la vida que este produce y nutre. La comunión con Jesús significa realmente participar en la comunión íntima que hay entre el Padre y el Hijo; al mismo tiempo se da por supuesto que el lector entiende lo que esto significa.

Esa participación de la “comunión íntima” con el Padre y el Hijo que la Eucaristía nos da es para ser “vivida” aquí y ahora, como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:

1394 como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales. Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos a Él.

1396 La unidad del Cuerpo místico: la Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo se une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a no formar más que un solo cuerpo (Cf. 1 Cor 12, 13). La eucaristía realiza esta llamada: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1Cor 10, 16-17) 

58Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".

La Eucaristía es un alimento que dura para siempre. En cada misa celebrada (actualización de la entrega generosa de Cristo), en cada adoración eucarística (encuentro confiado del Amado con el amante), Cristo permanece allí, dándonos vida eterna, vida en abundancia.

Corpus Christi es la celebración que, de un modo especial, nos recuerda esta presencia que da Vida. Valoremos a Jesús hecho pan sagrado y recibamos de su generosidad la Vida eterna.

viernes, 13 de junio de 2014

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio Jn 3, 16-18

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan.

Dijo Jesús: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”.

Palabra del Señor.

                                                               “LA COMUNIDAD DE DIOS”

“Revalorizar, a la luz de la Santísima Trinidad, nuestra capacidad de vivir en comunidad; para que, nos amemos como Dios nos ha amado”

16 Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.

Afirma la primera carta del apóstol Juan en el capítulo 4, versículo 8: “Dios es amor”. En este versículo 16 del evangelio de Juan que estamos leyendo se nos muestra a Dios, que es “amor”, amando. Dios ama, pero ama en demasía, porque nos dice “Dios amó tanto…”. Jesús lo muestra como una verdad irrefutable, para él es innegable ese amor rebosante de derroche que Dios tiene por el mundo, es decir, por nosotros. 

La manera de amar de Dios le lleva, como a todo aquel que ame de verdad, a “entregar”. ¿Y qué entrega Dios? Entrega lo más grande y más querido que tiene, entrega a su propio “Hijo único”. Dios dona su amor en el Hijo, con una intencionalidad que, fruto del amor, es totalmente generosa. Dios no saca nada para él de esta entrega, todo el bien que se produce por la entrega de Jesús es en beneficio nuestro. La entrega de Jesús produce vida, y Vida eterna. 

17 Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

Mientras sigamos viendo a Dios como un perverso burócrata escondido tras su escritorio siempre nuestra mirada tendrá el defecto de visualizarlo como un Dios que juzga. Lo imaginaremos como alguien que está al acecho de nuestras incapacidades y equivocaciones. Será el inspector que viene a ver si hemos realizado la tarea a tiempo y forma. Nada de esto está cerca de la realidad. Dios no anda cuidando los mínimos detalles de nuestras acciones, Dios anda recogiendo lo que dejamos tirado, arreglando lo que rompemos, casi como una madre con sus hijitos, nada más que Dios no pierde la paciencia. La salvación divina nos es entregada por Jesucristo y a través de él nos llega la Vida en abundancia, la Vida eterna.

18 El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Fíjese usted lo único que, podríamos decirlo así, Dios exige al ser humano: CREER. Y para los que siempre está mirando el pelo en la sopa, Dios exige creer porque, como decía san Agustín, “el Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, Dios no quiere monigotes ni títeres, quiere amigos, gente que tome decisiones con libertad, personas capaces de involucrarse con su propio destino, que en realidad es una promesa. Por eso la exigencia de la FE. Dios nos ha creado libres y así nos quiere. Si consentimos con la fe al mensaje de la revelación la salvación se hará realidad en nuestras vidas porque, como dice Jesús: “¡ha creído en el nombre del Hijo único de Dios!”.
“El hecho de que el Hijo ha sido enviado al mundo es lo que pone a todos los que oyen el mensaje en una situación de decisión de la que no pueden evadirse: tienen que optar entre la aceptación en la fe de la oferta de la salvación, o su rechazo”

sábado, 7 de junio de 2014

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68


Evangelio Jn 20, 19-23
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan.

Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.

Palabra del Señor.

“Recibir de Jesús el don del Espíritu Santo; para que, llenos de paz y alegría, podamos perdonar y ser perdonados”.

                                                           “reciban el espíritu santo”



19Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".

El relato de hoy nos retrotrae al día de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. La narración está ubicada “Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana”, es decir, la tarde del Domingo. El Domingo para nosotros, los cristianos, o por lo menos la inmensa mayoría de ellos (muchas denominaciones religiosas protestantes se reúnen en asamblea para realizar su culto de alabanza el día Sábado), es el día del Señor (del griego kyriaché eméra, que deriva al latín: dies dominicus, y de él al castellano: domingo). “El término califica al domingo como el día del Kyrios, día del Señor victorioso o, mejor, día memorial de la resurrección”[1]. Si queremos mantener vivas nuestras corrientes espirituales será necesario también vivir el DOMINGO como día privilegiado de encuentro con Jesús Resucitado y con los hermanos en la fe, a través de la asamblea cultual donde celebramos la Vida en Jesucristo al comer y beber su cuerpo y su sangre. En pocas palabras: vamos a Misa los días domingo, que más que un precepto que obliga es una necesidad que, satisfecha, da vida.

Pero había algo, en ese atardecer de domingo, que les pasaba a los discípulos… “estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos”… estaban encerrados en ellos mismos y todo por miedo. La experiencia frustrante y violenta de la pasión y muerte de Jesús los había atemorizado. El miedo se había enseñoreado en sus corazones y ahí viene Jesús, Señor de la historia y de la Vida, a recuperar su trono en el interior de cada ser humano. La definición de domingo, antes dada, adquiere aquí plenitud: El Kyrios, el Señor victorioso, está entre los discípulos para devolverles “el alma al cuerpo”. La inquietud de los discípulos, sus temores, sus miedos, son vencidos por Jesús que atraviesa las puertas y, sin ningún obstáculo, llega a encontrarse con los que ama. Ese grupo de hombres temerosos que se había juntado y encerrado en la casa, ahora se convierte en asamblea que celebra, que vence, que triunfa. Son victoriosos en la victoria de Jesús, el Señor victorioso.

Podríamos preguntarnos cuáles son nuestros miedos, nuestros temores, nuestros encierros. Podríamos tratar de ver todo eso que nos aísla de la vida, que nos margina, inclusive de nosotros mismos, y, con cantos de victoria (Sal 69, 31: así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su grandeza dando gracias; Sal 98, 4: Aclame al Señor toda la tierra, prorrumpan en cantos jubilosos; Sal 100, 2: sirvan al Señor con alegría, lleguen hasta él con cantos jubilosos; Sal 105, 43: e hizo salir a su pueblo con alegría, a sus elegidos, entre cantos de triunfo), aclamar al Señor que nos entrega su “PAZ”.

Cuando llega Jesús, se pone en medio de sus discípulos, es decir, asume el lugar central en la comunidad, y les entrega su PAZ. Jesús hace con los discípulos lo que dice el profeta Isaías en su libro: Mi pueblo habitará en un lugar de paz, en moradas seguras, en descansos tranquilos (Is 32, 18). La PAZ de Jesús trae SEGURIDAD y TRANQUILIDAD. También aquí podríamos preguntarnos qué es lo que no nos deja vivir en paz. ¿Por qué me siento inseguro? ¿Por qué no tengo tranquilidad? ¿Qué es lo que me lleva, desde afuera y desde adentro, a estar sin paz? Estas preguntas solo podremos responderlas si dejamos que Jesús, poniéndose en medio, nos de su PAZ y sea el centro de nuestras vidas.

20Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.

Ahora Jesús da testimonio de su muerte y resurrección. Les mostró sus manos y su costado… no significa para Jesús tener que presentar “credenciales”, como si mostrando sus heridas, casi como un “documento de identidad”, se creyera que él es el salvador. Nada de eso. Cuando Jesús muestra sus heridas no está buscando que se lo acepte, está compartiendo su vida con los discípulos. La consecuencia lógica a esta manifestación personal de Jesús es la alegría. Es como si los discípulos dijeran: ¡Ya no estamos huérfanos! El encuentro con Jesús les llena de alegría. El profeta Jeremías nos habla de algo similar cuando relata, en tiempo futuro, la alegría de aquellos que vivan en Sión: “Llegarán gritando de alegría a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor, hacia el trigo, el vino nuevo y el aceite, hacia las crías de ovejas y de vacas. Sus almas serán como un jardín bien regado y no volverán a desfallecer. Entonces la joven danzará alegremente, los jóvenes y los viejos se regocijarán; yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su aflicción” (Jer 32, 12-13). Es la misma sensación… Jesús aparece vivo, compartiendo su vida de resucitado con los discípulos y llenándolos de alegría porque para ellos el “duelo” ya pasó, son “consolados” de su aflicción.

21Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".

Esta PAZ que Jesús entrega tiene un sentido y un significado muy diverso al que el “mundo” le da. Veamos lo que nos dice Nicoló María Loss[2]:

La paz no se sitúa allá en el nivel político o simplemente exterior. Más aún, en este nivel prosigue la guerra en el tiempo (Mt 10, 34). El mismo Cristo asegura con claridad que “su paz” no elimina la tribulación que habrán de encontrar los suyos en el mundo; se trata de la paz que éstos encontrarán únicamente “en él” (Jn 16, 33). Es precisamente la paz que encierra dentro de sí la certidumbre perfecta de aquella salvación que es imposible alcanzar “en el mundo”, pero que obtiene su propia seguridad de la certeza misma de Dios, y que es tan grande que une la tierra (canto de los ángeles: Lc 2, 14) con el cielo (aclamación de los discípulos en la entrada de Jesús en Jerusalén, en donde Lc 19, 38 sustituye la exclamación hebrea “Hosanna en los cielos”, recogida en los otros evangelios, por la versión y paráfrasis griega “¡Paz en el cielo! ¡Viva Dios altísimo!”).

De un significado muy denso, como lo demuestran los textos, y de una extraordinaria eficacia está cargado el saludo “¡paz!” en labios de Jesús, que se recuerda varias veces en los evangelios: desde el “¡Vete en paz!” a la hemorroisa (Mc 5, 24 par) y a la mujer pecadora (Lc 7, 50) hasta la “¡paz a ustedes!” del Resucitado a los discípulos (Lc 24, 36; Jn 20, 19. 21. 26). … no es un deseo vacío, sino la proclamación y el ofrecimiento de un bien que es la paz mesiánica.

22Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.

Cuando Jesús sopló sobre ellos, está realizando un gesto creacional. A imitación de Yahvé, que en Gén 2, 7 (Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente), da vida al ser humano, aquí Jesús recrea a sus discípulos, llamándolos de la muerte del miedo y el temor, de la muerte, de la soledad y el individualismo, de la muerte del rencor y el odio; a la vida de la gracia, a la vida de la seguridad en Cristo, a la vida de la comunidad que ama, cobija y perdona. Jesús es el Dios hecho carne (ver Jn 1, 14) que viene a recrear a los que creen en Él.

Después del soplo creador, del gesto, viene la explicación: “reciban el Espíritu Santo”, en forma sacramental (diríamos ahora, 2000 años después) Jesús entrega el don de la Vida, el don de Dios. Gestos y palabras (ver Dei Verbum 2) sirven al propósito de entregar la ruáh santa, el Espíritu Santo. El “viento” o “soplo” de Dios, es entregado por Jesús a sus discípulos. El gesto y la palabra se unen para dar sentido a la realidad: los recreados tienen el aliento divino que es el que les permite transformar y recrear el mundo.

23Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".

El fruto del Espíritu Santo que inhabita en el creyente es la presencia real de la PAZ en el interior del ser humano. Esta paz lleva al perdón. Solo una persona que vive en paz consigo misma puede perdonar y vivir en paz con los demás.

El don del Espíritu Santo hará que estos hombres vivan en PAZ consigo mismos y con todos. De allí que sus miedos y temores serán vencidos, que se animarán a mostrarse capaces de perdonar como manifestación suprema del amor, y que, llenos del Espíritu Santo, serán los predicadores del Reino de PAZ que Jesús instaura con su muerte y resurrección.

Pentecostés es el tiempo de la alegría, de la paz, del perdón. Es el tiempo de la Iglesia que sale de sus miedos y se anima a llegar a cada casa, a cada hogar con la Palabra de Dios y el gesto del amor. Vivamos este Pentecostés con la plenitud con que o vivieron los apóstoles, dejando que la paz y del soplo (ruáj) de Dios se enseñoreen en nuestros corazones. Amén.