El relato de hoy nos retrotrae al día de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. La narración está ubicada “Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana”, es decir, la tarde del Domingo. El Domingo para nosotros, los cristianos, o por lo menos la inmensa mayoría de ellos (muchas denominaciones religiosas protestantes se reúnen en asamblea para realizar su culto de alabanza el día Sábado), es el día del Señor (del griego kyriaché eméra, que deriva al latín: dies dominicus, y de él al castellano: domingo). “El término califica al domingo como el día del Kyrios, día del Señor victorioso o, mejor, día memorial de la resurrección”[1]. Si queremos mantener vivas nuestras corrientes espirituales será necesario también vivir el DOMINGO como día privilegiado de encuentro con Jesús Resucitado y con los hermanos en la fe, a través de la asamblea cultual donde celebramos la Vida en Jesucristo al comer y beber su cuerpo y su sangre. En pocas palabras: vamos a Misa los días domingo, que más que un precepto que obliga es una necesidad que, satisfecha, da vida.
Pero había algo, en ese atardecer de domingo, que les pasaba a los discípulos… “estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos”… estaban encerrados en ellos mismos y todo por miedo. La experiencia frustrante y violenta de la pasión y muerte de Jesús los había atemorizado. El miedo se había enseñoreado en sus corazones y ahí viene Jesús, Señor de la historia y de la Vida, a recuperar su trono en el interior de cada ser humano. La definición de domingo, antes dada, adquiere aquí plenitud: El Kyrios, el Señor victorioso, está entre los discípulos para devolverles “el alma al cuerpo”. La inquietud de los discípulos, sus temores, sus miedos, son vencidos por Jesús que atraviesa las puertas y, sin ningún obstáculo, llega a encontrarse con los que ama. Ese grupo de hombres temerosos que se había juntado y encerrado en la casa, ahora se convierte en asamblea que celebra, que vence, que triunfa. Son victoriosos en la victoria de Jesús, el Señor victorioso.
Podríamos preguntarnos cuáles son nuestros miedos, nuestros temores, nuestros encierros. Podríamos tratar de ver todo eso que nos aísla de la vida, que nos margina, inclusive de nosotros mismos, y, con cantos de victoria (Sal 69, 31: así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su grandeza dando gracias; Sal 98, 4: Aclame al Señor toda la tierra, prorrumpan en cantos jubilosos; Sal 100, 2: sirvan al Señor con alegría, lleguen hasta él con cantos jubilosos; Sal 105, 43: e hizo salir a su pueblo con alegría, a sus elegidos, entre cantos de triunfo), aclamar al Señor que nos entrega su “PAZ”.
Cuando llega Jesús, se pone en medio de sus discípulos, es decir, asume el lugar central en la comunidad, y les entrega su PAZ. Jesús hace con los discípulos lo que dice el profeta Isaías en su libro: Mi pueblo habitará en un lugar de paz, en moradas seguras, en descansos tranquilos (Is 32, 18). La PAZ de Jesús trae SEGURIDAD y TRANQUILIDAD. También aquí podríamos preguntarnos qué es lo que no nos deja vivir en paz. ¿Por qué me siento inseguro? ¿Por qué no tengo tranquilidad? ¿Qué es lo que me lleva, desde afuera y desde adentro, a estar sin paz? Estas preguntas solo podremos responderlas si dejamos que Jesús, poniéndose en medio, nos de su PAZ y sea el centro de nuestras vidas.
20Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Ahora Jesús da testimonio de su muerte y resurrección. Les mostró sus manos y su costado… no significa para Jesús tener que presentar “credenciales”, como si mostrando sus heridas, casi como un “documento de identidad”, se creyera que él es el salvador. Nada de eso. Cuando Jesús muestra sus heridas no está buscando que se lo acepte, está compartiendo su vida con los discípulos. La consecuencia lógica a esta manifestación personal de Jesús es la alegría. Es como si los discípulos dijeran: ¡Ya no estamos huérfanos! El encuentro con Jesús les llena de alegría. El profeta Jeremías nos habla de algo similar cuando relata, en tiempo futuro, la alegría de aquellos que vivan en Sión: “Llegarán gritando de alegría a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor, hacia el trigo, el vino nuevo y el aceite, hacia las crías de ovejas y de vacas. Sus almas serán como un jardín bien regado y no volverán a desfallecer. Entonces la joven danzará alegremente, los jóvenes y los viejos se regocijarán; yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su aflicción” (Jer 32, 12-13). Es la misma sensación… Jesús aparece vivo, compartiendo su vida de resucitado con los discípulos y llenándolos de alegría porque para ellos el “duelo” ya pasó, son “consolados” de su aflicción.
21Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
Esta PAZ que Jesús entrega tiene un sentido y un significado muy diverso al que el “mundo” le da. Veamos lo que nos dice Nicoló María Loss[2]:
La paz no se sitúa allá en el nivel político o simplemente exterior. Más aún, en este nivel prosigue la guerra en el tiempo (Mt 10, 34). El mismo Cristo asegura con claridad que “su paz” no elimina la tribulación que habrán de encontrar los suyos en el mundo; se trata de la paz que éstos encontrarán únicamente “en él” (Jn 16, 33). Es precisamente la paz que encierra dentro de sí la certidumbre perfecta de aquella salvación que es imposible alcanzar “en el mundo”, pero que obtiene su propia seguridad de la certeza misma de Dios, y que es tan grande que une la tierra (canto de los ángeles: Lc 2, 14) con el cielo (aclamación de los discípulos en la entrada de Jesús en Jerusalén, en donde Lc 19, 38 sustituye la exclamación hebrea “Hosanna en los cielos”, recogida en los otros evangelios, por la versión y paráfrasis griega “¡Paz en el cielo! ¡Viva Dios altísimo!”).
De un significado muy denso, como lo demuestran los textos, y de una extraordinaria eficacia está cargado el saludo “¡paz!” en labios de Jesús, que se recuerda varias veces en los evangelios: desde el “¡Vete en paz!” a la hemorroisa (Mc 5, 24 par) y a la mujer pecadora (Lc 7, 50) hasta la “¡paz a ustedes!” del Resucitado a los discípulos (Lc 24, 36; Jn 20, 19. 21. 26). … no es un deseo vacío, sino la proclamación y el ofrecimiento de un bien que es la paz mesiánica.
22Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.
Cuando Jesús sopló sobre ellos, está realizando un gesto creacional. A imitación de Yahvé, que en Gén 2, 7 (Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente), da vida al ser humano, aquí Jesús recrea a sus discípulos, llamándolos de la muerte del miedo y el temor, de la muerte, de la soledad y el individualismo, de la muerte del rencor y el odio; a la vida de la gracia, a la vida de la seguridad en Cristo, a la vida de la comunidad que ama, cobija y perdona. Jesús es el Dios hecho carne (ver Jn 1, 14) que viene a recrear a los que creen en Él.
Después del soplo creador, del gesto, viene la explicación: “reciban el Espíritu Santo”, en forma sacramental (diríamos ahora, 2000 años después) Jesús entrega el don de la Vida, el don de Dios. Gestos y palabras (ver Dei Verbum 2) sirven al propósito de entregar la ruáh santa, el Espíritu Santo. El “viento” o “soplo” de Dios, es entregado por Jesús a sus discípulos. El gesto y la palabra se unen para dar sentido a la realidad: los recreados tienen el aliento divino que es el que les permite transformar y recrear el mundo.
23Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".
El fruto del Espíritu Santo que inhabita en el creyente es la presencia real de la PAZ en el interior del ser humano. Esta paz lleva al perdón. Solo una persona que vive en paz consigo misma puede perdonar y vivir en paz con los demás.
El don del Espíritu Santo hará que estos hombres vivan en PAZ consigo mismos y con todos. De allí que sus miedos y temores serán vencidos, que se animarán a mostrarse capaces de perdonar como manifestación suprema del amor, y que, llenos del Espíritu Santo, serán los predicadores del Reino de PAZ que Jesús instaura con su muerte y resurrección.
Pentecostés es el tiempo de la alegría, de la paz, del perdón. Es el tiempo de la Iglesia que sale de sus miedos y se anima a llegar a cada casa, a cada hogar con la Palabra de Dios y el gesto del amor. Vivamos este Pentecostés con la plenitud con que o vivieron los apóstoles, dejando que la paz y del soplo (ruáj) de Dios se enseñoreen en nuestros corazones. Amén.
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