Jacques Fesch fue condenado a muerte por asesinato, sin embargo, durante el tiempo que estuvo en la cárcel experimentó la misericordia de Dios, se puso en sus manos y ahora va camino a los altares.
Cuando se abrió formalmente la causa de beatificación de Fesch en 1993, el entonces Arzobispo de París, Cardenal Jean Marie Lustiger, señaló que “declarar santo a alguien no significa que la Iglesia admire los méritos de esa persona, sino propone un ejemplo de conversión de alguien que, independientemente de su camino humano, supo escuchar la voz de Dios y se arrepintió”.
“No hay pecado tan grave que impida al hombre llegar a Dios, que le propone la salvación”, agregó.
Jacques Fesch nació el 6 de abril de 1930 en Saint-Germain-en-Laye (Francia). Era hijo de un banquero ateo de origen belga que vivía lejos de sus hijos y se divorció de su esposa. Fesch fue educado en la religión católica por su madre, pero abandonó la fe a los 17 años.
Después de ser enviado con el ejercitó a luchar en Alemania, regresó a Francia y se casó con Pierrette Polack, que esperaba una hija suya. Fesch frecuentaba a otras mujeres, relaciones de las que tuvo otro hijo, que fue entregado a un orfanato.
Después de trabajar un tiempo en un banco, Fesch decidió dejarlo todo, incluida su familia, y comprar un barco para viajar por el mundo. Sin dinero para el contrato, decidió asaltar una casa de cambio el 25 de febrero de 1954.
Al ver que el cambista intentó detenerlo, el joven lo golpeó dos veces en la cabeza con la culata de su arma. Mientras huía, se encontró con el oficial de policía Jean Vergne, de 35 años, viudo y padre de una niña, al que mató de tres tiros.
Fesch fue arrestado y en 1957 fue condenado a muerte. Mientras esperaba el fin en la cárcel de La Santé fue llevado al capellán, pero se mostró indiferente y señaló que no era un hombre de fe.
En el libro que él mismo escribió, Fesch señaló que la noche del 28 de febrero de 1955 tuvo una experiencia que logró su conversión.
“Estaba acostado, con los ojos abiertos, sufriendo mucho por primera vez en mi vida. De repente, un grito salió de mi pecho, una súplica de ayuda - Dios mío - y, como un viento impetuoso que pasa sin que yo sepa de dónde viene, el Espíritu del Señor me agarró por la garganta. Tenía la impresión de un poder infinito y una bondad infinita que, desde ese momento, me hizo creer con convicción que nunca estuve abandonado”, resaltó.
Fesch se volvió cercano a las figuras de San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila y Santa Teresita del Niño Jesús, a quien llamaba “mi pequeña Teresa” y decidió adoptar un estilo de vida monástico mientras permanecía en la cárcel.
Desde su celda, transmitió su fe a través de cartas. En una de ellas dijo a su amigo: “¡Acabo de recibir la Comunión, es una gran alegría! ‘Vivo, pero ya no vivo yo, porque es Cristo quien vive en mí’”.
En otra carta indicó que tenía “realmente la certeza de comenzar a vivir por primera vez. Tengo paz y sentido en la vida, mientras que antes era solo un muerto viviente”.
Cuando se fijó la fecha de su decapitación, Fesch decidió esperar este momento en paz y oración, viéndolo como una forma de santificación. “Que cada gota de mi sangre borre un pecado mortal”, indicó.
“Último día de lucha. Mañana, a esta hora, estaré en el Cielo. Déjame morir, si esa es la voluntad del buen Dios. La noche avanza y cada vez me siento más aprensivo. Meditaré en la agonía del Señor en el Huerto de los Olivos. Dios mío, ayúdame, no me abandones. Cinco horas más y estaré en la verdadera vida. ¡Cinco horas más y veré a Jesús!”, escribió en la víspera de su ejecución.
El 1 de octubre de 1957, Jacques Fesch murió en la guillotina. Cuando los guardias llegaron a su celda para buscarlo, lo encontraron de rodillas rezando junto a la cama. Sus últimas palabras fueron: “Señor, no me desampares, confío en Ti”.
Redacción ACI Prensa.
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