La fe cristiana, es, en efecto, el remedio para la fragilidad personal precisamente porque nos abre a Dios y a los demás.
"Un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo". (Benedicto XVI)
¿Es la fe algo meramente individual, que solo interesa a cada uno?
Una vez más se ha enfrentado Benedicto XVI, en su audiencia del 31 de octubre, con el individualismo que puede afectar a los creyentes.
Por supuesto, observa, “el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación”. En la liturgia del Bautismo, quien acepta la fe católica en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo responde en singular: “Yo creo”.
Creer no es individualista
Pero, añade el Papa, explicando cómo se origina la fe personal, “este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir, y un responder”. Es el resultado de la relación con Jesús: “Este creer es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi ´yo´, encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre”. Y hay que entender esa relación mirando cómo es en realidad: “Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino”. Pues bien, este nuevo nacimiento que comienza con el Bautismo, se prolonga luego a lo largo de la vida.
La fe me viene por la Iglesia, mi fe sólo existe en "nuestra fe"
En consecuencia: “No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad de creyentes que es la Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de creyentes, en una comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es Amor trinitario”. Dicho brevemente: “Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser ´mi fe´, solo si vive y se mueve en el ´nosotros´ de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia”.
En efecto. Es claro que -como creemos- la vida cristiana es un vivir juntos con Cristo. Por tanto, la fe, que es participar de la mirada de Cristo sobre la realidad, sólo puede ser viva en cada uno en la medida en que participa de esa misma mirada. La fe no nos quita nuestra personalidad, sino que la dota de una mayor profundidad de conocimiento y de capacidad para amar.
De hecho, continúa Benedicto XVI, esto es lo que se manifiesta el domingo en la misa: rezamos el “Credo” en primera persona, pero al mismo tiempo lo hacemos junto con los demás en confesando la única fe de la Iglesia. De esa manera, “ese ´creo´ pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe”. Y esto, apunta el Papa, es lo que quiere decir el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 181) cuando afirma que “creer es un acto eclesial”, y explica el mismo texto: “La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes”. Por eso decía San Cipriano: “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre”. En síntesis, resume el Papa, “la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella”.
La Iglesia es madre donde la fe vive y se transmite
La Iglesia es también -como una madre que siempre da vida- el ámbito donde la fe se transmite. En Pentecostés, el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y les da la fuerza para proclamar el núcleo de la fe cristiana: Cristo es el Hijo de Dios que ha muerto en la Cruz y ha resucitado para nuestra salvación (cf. Hch., cap. 2). Y muchos se convierten y son bautizados. “Así -muestra el Papa Ratzinger de un modo que gusta desde hace mucho tiempo utilizar-, comienza el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios basado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de cada nación y cultura”. Este pueblo es una familia universal: “Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo caer todas las barreras” (cf. Col. 3,11).
Por tanto, la Iglesia es el “lugar” donde nace la fe, donde la fe se transmite y donde se celebra y vive, nos libera de la esclavitud del pecado y nos hace hijos de Dios; y “al mismo tiempo, estamos inmersos en comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos fuera de nuestro aislamiento”. Así lo dice el Concilio Vaticano II: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 9).
Esta es nuestra fe, la fe de la Iglesia: donde mi fe crece y madura
Y por eso el celebrante del bautismo, al concluir las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe, dice: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús Nuestro Señor”. Esta es la fe que transmite la Iglesia (en una “Tradición” viva) con la proclamación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos y la vida cristiana. El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia, “en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree” (Dei Verbum, n. 8).
Finalmente, vuelve Benedicto XVI al principio de su argumentación, precisando que la Iglesia no es sólo el “lugar” donde nace la fe y se transmite, sino también “donde la fe personal crece y madura”. Por eso el Nuevo Testamento llama “santos” al conjunto de los cristianos: no porque todos tuvieran ya las cualidades para ser declarados santos, sino porque, por la fe, estaban llamados a iluminar a los demás, acercándolos a Jesucristo.
“Y esto -sostiene el Papa- también vale para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo”. Y recoge estas palabras de Juan Pablo II: “La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!” (enc. Redemptoris missio, n. 2).
Protagonistas de una experiencia que nos sobrepasa
En definitiva, la auténtica fe cristiana tiene esta dinámica personal, eclesial y universal, Y esto, señala Benedicto XVI, es contrario a la tendencia actual. “La tendencia, hoy generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y el testimonio del amor”. “Así -apunta-, nuestro ´yo´ en el ´nosotros´ de la Iglesia, podrá percibirse, al mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre las personas”.
Y así concluye el Papa mostrando, en la perspectiva del Concilio Vaticano II: “En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (cf. GS, 1)”.
La fe cristiana, es, en efecto, el remedio para la fragilidad personal precisamente porque nos abre a Dios y a los demás.
Una vez más se ha enfrentado Benedicto XVI, en su audiencia del 31 de octubre, con el individualismo que puede afectar a los creyentes.
Por supuesto, observa, “el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación”. En la liturgia del Bautismo, quien acepta la fe católica en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo responde en singular: “Yo creo”.
Creer no es individualista
Pero, añade el Papa, explicando cómo se origina la fe personal, “este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir, y un responder”. Es el resultado de la relación con Jesús: “Este creer es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi ´yo´, encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre”. Y hay que entender esa relación mirando cómo es en realidad: “Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino”. Pues bien, este nuevo nacimiento que comienza con el Bautismo, se prolonga luego a lo largo de la vida.
La fe me viene por la Iglesia, mi fe sólo existe en "nuestra fe"
En consecuencia: “No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad de creyentes que es la Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de creyentes, en una comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es Amor trinitario”. Dicho brevemente: “Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser ´mi fe´, solo si vive y se mueve en el ´nosotros´ de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia”.
En efecto. Es claro que -como creemos- la vida cristiana es un vivir juntos con Cristo. Por tanto, la fe, que es participar de la mirada de Cristo sobre la realidad, sólo puede ser viva en cada uno en la medida en que participa de esa misma mirada. La fe no nos quita nuestra personalidad, sino que la dota de una mayor profundidad de conocimiento y de capacidad para amar.
De hecho, continúa Benedicto XVI, esto es lo que se manifiesta el domingo en la misa: rezamos el “Credo” en primera persona, pero al mismo tiempo lo hacemos junto con los demás en confesando la única fe de la Iglesia. De esa manera, “ese ´creo´ pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe”. Y esto, apunta el Papa, es lo que quiere decir el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 181) cuando afirma que “creer es un acto eclesial”, y explica el mismo texto: “La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes”. Por eso decía San Cipriano: “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre”. En síntesis, resume el Papa, “la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella”.
La Iglesia es madre donde la fe vive y se transmite
La Iglesia es también -como una madre que siempre da vida- el ámbito donde la fe se transmite. En Pentecostés, el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y les da la fuerza para proclamar el núcleo de la fe cristiana: Cristo es el Hijo de Dios que ha muerto en la Cruz y ha resucitado para nuestra salvación (cf. Hch., cap. 2). Y muchos se convierten y son bautizados. “Así -muestra el Papa Ratzinger de un modo que gusta desde hace mucho tiempo utilizar-, comienza el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios basado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de cada nación y cultura”. Este pueblo es una familia universal: “Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo caer todas las barreras” (cf. Col. 3,11).
Por tanto, la Iglesia es el “lugar” donde nace la fe, donde la fe se transmite y donde se celebra y vive, nos libera de la esclavitud del pecado y nos hace hijos de Dios; y “al mismo tiempo, estamos inmersos en comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos fuera de nuestro aislamiento”. Así lo dice el Concilio Vaticano II: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 9).
Esta es nuestra fe, la fe de la Iglesia: donde mi fe crece y madura
Y por eso el celebrante del bautismo, al concluir las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe, dice: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús Nuestro Señor”. Esta es la fe que transmite la Iglesia (en una “Tradición” viva) con la proclamación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos y la vida cristiana. El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia, “en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree” (Dei Verbum, n. 8).
Finalmente, vuelve Benedicto XVI al principio de su argumentación, precisando que la Iglesia no es sólo el “lugar” donde nace la fe y se transmite, sino también “donde la fe personal crece y madura”. Por eso el Nuevo Testamento llama “santos” al conjunto de los cristianos: no porque todos tuvieran ya las cualidades para ser declarados santos, sino porque, por la fe, estaban llamados a iluminar a los demás, acercándolos a Jesucristo.
“Y esto -sostiene el Papa- también vale para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo”. Y recoge estas palabras de Juan Pablo II: “La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!” (enc. Redemptoris missio, n. 2).
Protagonistas de una experiencia que nos sobrepasa
En definitiva, la auténtica fe cristiana tiene esta dinámica personal, eclesial y universal, Y esto, señala Benedicto XVI, es contrario a la tendencia actual. “La tendencia, hoy generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y el testimonio del amor”. “Así -apunta-, nuestro ´yo´ en el ´nosotros´ de la Iglesia, podrá percibirse, al mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre las personas”.
Y así concluye el Papa mostrando, en la perspectiva del Concilio Vaticano II: “En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (cf. GS, 1)”.
La fe cristiana, es, en efecto, el remedio para la fragilidad personal precisamente porque nos abre a Dios y a los demás.
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