domingo, 26 de agosto de 2012

“SEÑOR, TÚ TIENES PALABRAS DE VIDA ETERNA”


domingo 26 Agosto 2012. Vigésimo primer Domingo del tiempo ordinario
Santo(s) del día : Santa Ages

Evangelio según San Juan 6,60-69.

Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: "¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?". 
Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? 
¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? 
El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. 
Pero hay entre ustedes algunos que no creen". En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. 
Y agregó: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede". 
Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. 
Jesús preguntó entonces a los Doce: "¿También ustedes quieren irse?". 
Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. 
Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios". 

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios. 

Es duro este lenguaje. 
La Palabra del Señor es como una espada de doble filo: corta por todos lados. La fuerza de su Espíritu nos obliga a elegir entre las obras de la carne, que San Pablo llama las del hombre viejo, y las del espíritu, es decir, las del hombre nuevo. Recibir el mensaje del Señor no es sólo escuchar, es también poner por obra lo que Él nos enseña. 
Si habiendo visto los milagros que realizaba el Señor, si habiendo escuchado sus palabras que llevan al cumplimiento lo que anunciaron los profetas, estos discípulos no creen en Jesús y se dedican a murmurar, ¿cómo creerán en lo que falta venir? ¿Cómo aceptarán el milagro de la Resurrección de entre los muertos? 
Muchas veces, nos predisponemos a rechazar lo que el Señor nos anuncia. Lo rechazamos porque lo dice fulano o mengano, que no son nadie para decirme algo a mí. Lo rechazamos porque no nos gusta lo que se nos propone: un cambio de mentalidad, una aceptación del poder de Dios, más poderoso que yo, más sabio que yo, más fuerte que yo. 

El Espíritu da vida. 

Nuestro Dios es un Dios de vivos. Nuestra condición de hijos de Dios nos permite vislumbrar una realidad superior a la que somos llamados, invitados. Sin menospreciar nuestra condición humana, antes bien, suponiéndola efectivamente, construyendo sobre ella. 

Algunos de ustedes no creen. 

A primera vista, parece que el Señor nos pide cosas imposibles o muy difíciles. ¿Quién podía imaginar que la locura del amor de Dios por nosotros lo iba a llevar a hacerse hombre, a hacerse uno de los nuestros? ¿Quién le aconsejó al Señor este proyecto o fue partícipe de sus secretos? Sin embargo, como muchos de nosotros, algunos seguían a Jesús "por si acaso", además era famoso, daba “status” pertenecer al grupo de los suyos. Pero cuando empezó a ponerse en claro las exigencias de su seguimiento, cuando comenzó a hablar cosas raras como eso de comerlo, cuando dijo que Él daba la vida eterna, la cosa ya había que pensarla. ¿Cómo seguir a este loco? ¿No fueron acaso sus parientes a buscarlo porque lo consideraban fuera de sí (Mc 3,21)? El seguimiento de Jesús no se explica sin un don de lo alto. 

Nadie puede venir a Mí si el Padre no se lo concede. 

El Padre es el que nos atrae, el que nos regala su Espíritu. Y este Espíritu obra en nosotros las obras de Dios. Y ese Espíritu es don para todos los hombres de buena voluntad. Pedir el Espíritu Santo, que el Padre no niega a nadie (Lc 11,13), es nuestra tarea cotidiana. Sólo la fuerza de Dios puede ayudarnos a andar el camino de salvación que Él quiere para cada uno de nosotros. Jesús nos muestra ese camino: su propia vida hecha oración y entrega. La Virgen María nos enseña con su vida que la fe permita a Dios obrar milagros y por eso la proclamamos dichosa por haber creído que se cumpliría en Ella lo que el Señor le anunció por medio del Ángel. 

Nadie puede venir a Mí si el Padre no se lo concede. 

La obra de Dios es el amor. Dios es misericordia y derrocha su amor entre nosotros con signos constantes de su presencia salvadora. Él nos pide que hagamos lo mismo. Él tiene la iniciativa. Nuestra vida es don de Dios y tarea nuestra. El Señor regala la atracción por el bien, la verdad, la justicia, la misericordia y pide que nosotros pongamos el esfuerzo de obrarlas. Él se puso primero a darnos el ejemplo, Él tomó la condición humana para mostrarnos que no era imposible. Ésta tarea requiere nuestra fe, la aceptación de la condescendencia de Dios para con nosotros, sus hijos amados hasta el extremo de que Jesús participara del dolor de la cruz para regalarnos la alegría de la Resurrección. 

Muchos de sus discípulos dejaron de andar con Él. 

Cuando centramos todas las expectativas de resolución de situaciones en nuestras propias capacidades, experimentamos la desilusión de descubrir que no somos todopoderosos. Y el Señor, que nos ama, nos hace andar por caminos humanos, como humana es toda nuestra existencia. Tenemos pretensiones de ser Dios, y olvidamos que Él se hizo hombre, como nosotros, para que, siguiendo su mismo camino, nosotros lleguemos a ser como Él. Si nos quedamos en la apariencia de las cosas y no ponemos en ellas una mirada de fe, perdemos la certeza de la presencia de Dios en nuestras vidas, su lenguaje, entonces, nos resulta duro y lo abandonamos. 

¿También ustedes quieren irse? ¿Adónde vamos a ir? 

La pregunta directa de Jesús obliga a una respuesta sincera. Todos se van... ¿¡Y nosotros!? Muchas veces, también para nosotros, es duro el lenguaje del Reino que no admite que nademos en dos aguas. En el Apocalipsis, el Señor, dirá: "fríos o calientes, tibios los vomitaré de mi boca" (Ap 3, 15). Pero más veces son las que descubrimos que la Palabra del Señor tiene un secreto misterioso de amor, tiene Vida. 

Más son las veces en que los prodigios de su mano poderosa tocan con ternura nuestra vida doliente y la llenan de esperanza. Más son las veces en que aún en medio del dolor tenemos la certeza de que Él está acompañándonos, haciéndonos descubrir que nos ama a pesar de nuestros límites. Vayamos, pues, a Él. Quedémonos un rato largo en su Presencia. Dejemos su Palabra resonar en nuestro corazón herido por tantos desengaños. Guardemos, como María, el paso de Dios por nuestras vidas y meditémoslo en nuestro corazón, sabiendo que Él hace maravillas en nosotros. 

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