domingo, 24 de febrero de 2013

¿ Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Jn 6, 68

Evangelio según San Lucas 9,28b-36. 
Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. 
Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. 
Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, 
que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. 
Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. 
Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". El no sabía lo que decía. 
Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. 
Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: "Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo". 
Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto. 

                                                     " UN ROSTRO RESPLANDECIENTE"

“Revalorizar la Cuaresma como tiempo de renovación; para que ahora, al igual que Jesucristo, seamos transfigurados en lo que seremos al fin de los tiempos”.

Transfigurados como Jesús 

En el Evangelio de hoy se nos presenta la oportunidad de ver nuestro futuro. Eso es lo maravilloso que tiene la Fe, podemos ver más allá de lo que aparece, podemos vislumbrar las cosas no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos del alma. 

El punto de llegada de nuestra vida cristiana es ser como Jesús. Su radiante luz nos lleva a saber que ya sí, pero todavía no podemos llegar a ser como es Él. No son falsas ilusiones que nos hacemos, no es que nos han vendido un “buzón”, es la verdad más genuina: Él se hizo como nosotros para que nosotros seamos como Él. 

En esto consiste también el tiempo de la cuaresma. Es un tiempo dedicado a la identificación con el maestro. Es el tiempo que Dios y la Iglesia eligieron para que nosotros –hijos de ambos–, con docilidad, nos dejemos transformar en “otros Cristo”. El iluminado nos ilumina y su luz resplandece de tal modo sobre nosotros que ninguna oscuridad puede ensombrecernos. Ser cristianos es ser iluminados, es estar blancos como nieve por la sangre del cordero. Es ser puros, no por méritos nuestros, sino por los méritos excelentísimos de Nuestro Señor Jesucristo. 

Moisés y Elías 

Desde tiempos inmemorables los Judíos han llamado a los libros del “Pentateuco” (Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio) con el nombre de “Torá”, es decir “La Ley”. Nos dice la introducción al Pentateuco de “La Biblia, el Libro del Pueblo de Dios”: 

Los cinco primeros libros de la Biblia contienen una parte narrativa, que comienza con la creación del mundo y concluye con la muerte de Moisés. Las narraciones sirven de marco a las leyes que dieron su impronta característica al pueblo de Israel, y por eso la tradición judía designa a este conjunto de Libros con el nombre de “Torá”, palabra hebrea que significa “LA LEY”. 

De hecho, durante mucho tiempo se pensó que las grandes leyes de Israel habían contado como único legislador humano a Moisés, quién es figura de la ley de Dios para todo el pueblo de Israel. 

Así como Moisés era el legislador por excelencia, Elías es el Profeta eminente de Israel. Tanto es así que los evangelios nos cuentan que se esperaba que volviera a vivir entre los hombres (p. ej. Mt 16, 14; 17, 10-13; 27, 47-49; Lc 9, 8; Jn 1, 21. 25) y confunden a Jesús con Elías. 

La presencia de estas dos personalidades en la escena de la Transfiguración nos invita a reconocer a Jesús como la Nueva Ley de Dios y como La Palabra Profética por excelencia. Jesús es Moisés y Elías al mismo tiempo, en Él se resume lo que Dios quiere que hagamos y cómo quiere decírnoslo. Por eso cuando el evangelio de San Juan nos dice “...y la palabra de Dios se hizo carne”, nos está diciendo que, en Jesucristo, Dios nos habla en serio y definitivamente con todo su poder y su capacidad de persuasión. 

Desinstalarnos y dejar hablar a Dios 

El pobre de Pedro siempre va metiendo la pata. Los mismos evangelistas lo disculpan: “Él no sabía lo que decía”, nos cuenta Lucas. De hecho, Pedro queda arrobado por la belleza de lo que contempla. Está convencido de que todo va a ir como él cree, pero no sabe ver la realidad de las cosas. 

En este tiempo de cuaresma la “transfiguración del Señor” nos señala un camino, una senda hacia donde ir. Se trata de saber que la blancura de la pureza celestial nos pertenece, pero no por mérito propio, sino porque Jesús derramó su sangre por nosotros. Estamos llamados a ser transfigurados en el Señor. Para que esto se lleve a cabo es necesario que aceptemos su LEY, que escuchemos su PALABRA, que nos dejemos iluminar por su presencia. Hay que desinstalarse, hay que salir de nuestros pensamientos y caminos, dejar de lado nuestras ambiciones y permitirle a Dios que nos hable con palabras de cariño. Todo esto no se realizará en un solo día. Ni siquiera en una sola cuaresma. Es cuestión de ir avanzando despacio por la senda de la Ley y la PALABRA de Jesús en nuestra vida. En esto de dejarse transfigurar, es siempre así, como dice la Iglesia: ya sí, pero todavía no.

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