D. Juan Antonio REIG PLA, Obispo de Segorbe-Castellón
Introducción
Permitidme que empiece recordando entre nosotros al que ha recibido el encargo de confirmarnos en la fe, al Papa Juan Pablo II (aplausos), y lo recuerde con todo el aprecio y el cariño de quien como padre va guiándonos y discerniendo lo que el Espíritu Santo quiere regalar en este momento de la historia a sus hijos. La imagen que me viene es una de las lecturas que escuchamos hace poco en la Liturgia. El Papa como un padre está repitiendo lo que en un momento determinado de la historia Yahveh hace con Israel o con Efraim. Como un padre a sus hijos ha ido atrayendo a cada uno de los nuevos movimientos y atrayéndoos a vosotros con lazos de amor. Esto ha promovido que allí donde el Señor nos ha querido plantar y edificar en la Iglesia nos sintamos todos y cada uno, especialmente vosotros, como aquellos que ganados por el amor de Dios, quieren dejarse conducir por la fuerza arrolladora del Espíritu Santo para aportar todo lo que Dios os regale a la edificación de la única Iglesia de Cristo. El Papa va haciendo como padre y en 1998 en la Plaza de San Pedro dijo: 'Éste es el nuevo Pentecostés, la nueva Primavera de la Iglesia que anunciaba el Papa Juan XXIII cuando convocó el Concilio Vaticano II. Vosotros sois la primavera de la Iglesia, el Nuevo Pentecostés (Aplausos). Y en las palabras que nos decía a todos los presentes, recordaba que éste es el momento en que después de un tiempo de purificación y de un largo caminar como Israel por el desierto el Señor está regalando la madurez a los nuevos movimientos.
La santidad es Dios
Y la madurez no tiene otra palabra que la que se me pide que comente esta mañana: la santidad. La santidad es lo que está reclamando esta generación y reclamarán todas las generaciones en cualquier momento de la historia. La santidad, hermanos, es Dios mismo. No es una palabra abstracta, es la vida de Dios. Es alguien que vive al interior de sí mismo, la comunión de las Personas en el Dios tres veces Santo, el Misterio en el interior de Sí mismo en la Santísima Trinidad, es la vida misma de Dios. Por eso, Dios abre el corazón suyo y nos quiere regalar a todos su misma vida, de tal manera que participemos de la misma naturaleza del Señor y seamos hijos suyos como lo es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado en el seno purísimo de la Santísima Virgen por obra del Espíritu Santo.
Es muy importante que retengamos bien esta primera reflexión: la Santidad es Dios, porque sólo Tú eres santo, sólo Tú Señor, decimos en el cántico del Gloria. Y Él que abrió su Corazón para crear todas las cosas, puso al hombre y a la mujer en el vértice de la creación dándoles su imagen y su semejanza. Por eso en el corazón llevamos todos grabada la vocación, la llamada de Dios al amor, que, siendo participación de su vida, nos hace santos. La caridad, que es la palabra con que nosotros queremos expresar la vida misma de Dios, en griego agape, en latín cáritas, en castellano caridad, es el mismo que viene como gracia a nosotros, no por mérito nuestro sino por acción gratuita suya; porque nos quiere con un amor inmenso y, por tanto, nos quiere regalar su misma vida. Y de ahí la presencia de la vida de Dios en nosotros, que llamamos gracia y que tiene un nombre: el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones; y de ahí fluirán como un río del manantial todos los frutos, que serán después del don de la vida de Dios, lo que llamamos el quehacer, el obrar, lo que llamamos la santidad que brota de una vida que no nos pertenece, que Dios nos ha regalado sin mérito ninguno.
El obstáculo a la santidad
Hay un óbstáculo a lo que estoy diciendo. Es lo que desencadenó una historia de amor de parte de Dios y una historia de infidelidad por parte nuestra. El principal obstáculo que cierra las puertas a la gracia de Dios es el pecado. El pecado siempre entra en nosotros por aquél que siendo el engañador y padre de la mentira nos seduce, presentándonos el mal revestido de bien, de tal manera que anida en nuestro corazón la perversión misma de nuestra voluntad que nos viene a colocar de espaldas a Dios. Esto ya ocurrió en la primera página del Génesis, y es lo que estará continuamente impidiendo que la santidad, la vida de Dios se manifieste en nosotros. Por eso una de las características de los nuevos movimientos, que al calor de lo que regala el Espíritu Santo van surgiendo en la Iglesia, es que os regala a todos y a cada uno la convicción, y esto es la obra del Espíritu Santo, de que somos pecadores. Primero, el que está hablando; luego, cada uno de vosotros. El Espíritu Santo convencerá al mundo de pecado (Jn 16,8), y éste es el primer don, porque quien no se reconoce pecador, quien no se reconoce enfermo, no se sumará a la fila de aquellos que siendo pobres, menesterosos y pecadores irán a buscar en el que es la misma santidad el alivio, el consuelo y la sanación de toda su persona, cuerpo y espíritu. Porque Él es el médico que viene a buscar a los pecadores para regalarnos la curación, la sanación, la vida de Dios, que es la santidad. Daos cuenta que todos los movimientos que el Señor va como aunando en ese gran principio de la comunión que forma la Iglesia, os ha regalado la experiencia, la convicción de que siendo pecadores necesitamos de la fuerza misma de Dios.
La obra de la santificación
Y ahí es donde comienza toda la obra de quien abre de par en par sus puertas para que sea Dios mismo quien venga como consuelo, como alivio: "Venid a Mí -dice él- todos los que estáis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré" (Mt 11,28). Él nos alivia con el agua de vida, que es el Espíritu Santo, dándonos esa agua que calmará nuestra sed, poniendo en nosotros el principio de la renovación, el principio de la nueva creación. Esto sucedió para cada uno de nosotros en el Bautismo. El Bautismo es el sacramento que nos introduce en la vida de Jesucristo, nos regala como semilla el don del Espíritu y formamos parte de la Iglesia mediante una regeneración, mediante un nuevo nacimiento. Nacidos del agua y del Espíritu somos incorporados al que es el Árbol de la vida, a Jesucristo por obra del Espíritu para que bien unidos como los sarmientos a la vid, podamos dar los frutos de santidad, que son los frutos de la vida del Señor en nosotros. El Bautismo nos ha sanado, nos ha curado del pecado que estropea toda la obra de Dios. La estropea en el sentido en que impide que nuestro corazón pueda amar a Dios sobre todas las cosas, pueda amar al prójimo, pueda, en definitiva, vivir la espontaneidad del bien que regala el Espíritu, cuando el corazón, purificado de los pecados, deja que anide en él la presencia del amor mismo de Dios, derramado en el corazón para que sea principio de vida, principio de renovación, principio de nueva creación.
Mirad si Dios nos ha querido, que nos ha hecho de nuevo. Eso es el Bautismo. Todo lo que estropea el pecado y que ha desatado esa historia extraordinaria de salvación que Dios..... culminó en su Hijo Jesucristo, todo eso alcanza a todos y a cada uno de nosotros, cuando mirándonos como miraba Jesús a los pecadores, nos aceptó en la Iglesia, nos lavó en las aguas del bautismo, nos regeneró... Pensad bien lo que estoy diciendo. No nos limpió por fuera, no nos dio simplemente un baño para que tuviéramos otro rostro, sino que nos cambió. "Regenerar", nueva creación significa nuevo nacimiento. Nos ha regalado la vida de Dios, nos ha hecho amigos de Dios, nos ha hecho justos, nos ha justificado. Por tanto, somos hijos de Dios, hijos en el Hijo, que es Jesucristo. Todo el recorrido de la santidad no es más que desarrollar el espíritu de filiación, sentirnos hijos de Dios, dejar que el Espíritu Santo empuje fuerte dentro de nosotros y nos haga gritar 'Abbá', ¿Padre! como un niño, para poder desde la fe hacer el recorrido de nuestra vida sabiendo que estamos siempre en las manos de Dios. Igual que Yahveh atraía a Israel, a Efraim, nos atrae a nosotros. Pero, la atracción es interna, de tal manera que el Espíritu Santo que se nos regaló en el Bautismo, que se nos dio en plenitud por el Sacramento de la Confirmación, ha ido culminando la obra de hacernos hijos al sentarnos como comensales suyos a la mesa de la Eucaristía, que contiene todo el bien de la Iglesia, porque contiene al mismo Cristo.
Contemporáneos de Cristo en la Eucaristía
La santidad, que es la vida de Dios en nosotros que fructifica haciéndonos santos, está siempre unida a lo que es la Eucaristía, que es la misma vida de Jesucristo en nosotros. El artista, que va diseñando el rostro de Cristo en nosotros, el que lo crea en nosotros es el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es quien nos hace contemporáneos de Cristo, invitados a participar de su vida en la Eucaristía. Somos contemporáneos de Cristo significa que todo lo que aconteció por medio de la Encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, que nos ha hecho hijos en Él y, por tanto, ha enaltecido nuestra condición humana para hacerla participar de la vida divina, todo eso ahora no aconteció simplemente hace dos mil años, sino que para tí se hace propuesta personal cada vez que te reúnes a celebrar la Eucaristía, donde eres invitado/a a encontrarte con Cristo. En un momento donde somos contemporáneos, porque no se trata en la Eucaristía de recordar simplemente lo que pasó hace dos mil años, sino que el Espíritu Santo hace presente por medio de su don santificador en el pan y en el vino el Cuerpo y la Sangre del Señor. No sólo prolonga la encarnación de Jesucristo, de tal manera que tú estás delante de él, sino que además su gesto de donación suprema en la cruz y su resurrección para que tú participes de la gloria del Resucitado. Es el Cuerpo que se entrega; es la sangre que se derrama, y comulgar es entrar a vivir en el que nos invita al gesto de donarnos, autodonarnos, como Él se dio enteramente en la Cruz.
Pero, esto sólo lo podemos vivir desde la primera condición , que es convertir el corazón a Dios, desterrar de nosotros la vida del pecado, vaciar el corazón para que quede plenificado por obra del Espíritu Santo, se haga él presente y reine en tu corazón y haga una alianza perpetua de amor. Eso es lo que llamamos la conversión. Ese es el primer paso de quien siente que todo en su vida es bendición de Dios, se siente acogido por Él y, por tanto confiesa sus pecados, vacía su corazón, deja que reine en él el amor de Dios, el Espíritu Santo.
Pero después está la obra de la fe. La conversión y la fe. Llegar a la Eucaristía y encontrar en ella la fuerza y el manantial de donde brota el amor de Dios, que nos hace santos, es entrar a vivir en Jesucristo por la fe. Y la fe comienza por ser iluminación. Como el ciego decimos: "Señor, haz que pueda ver" (Lc 18,41). Hermanos, situaos en la complejidad de nuestro mundo, en las características que tiene esta sociedad tan ausente de Dios, donde tantos hermanos nuestros están ciegos y no pueden ver. Y no es porque Dios no esté empujando fuerte; no es porque no esté llamando a la puerta de cada uno para que le dejen entrar. No es que no los quiera enamorar con la cena de la Eucaristía, sino que están su corazón y sus ojos cerrados, ciegos por el ambiente del mundo y por la propia condición de la debilidad y del pecado. La fe, que Dios te ha regalado y tú de rodillas le tienes que agradecer todos los días, la fe te ha dado luz, ha iluminado tu vida. Puedes ver en ella la mano amorosa de Dios que te va llevando como un niño, como Yahveh llevaba a Israel, como nos lleva Dios a través de su Espíritu en la Iglesia. Quien no se acerca a la Eucaristía desde la fe, quien no ve la presencia de Dios que actúa y se hace presente en el acontecimiento de lo que es renovar y actualizar la muerte y la resurrección de Jesucristo, quien no tiene esos ojos no puede participar de la vida que Dios quiere derramar en sus hijos. Por eso digo que el recorrido hacia la santidad, que pasa primero por la conversión del corazón, se va desarrollando desde la fe como iluminación de tu historia.
Una vez que Dios potentemente a través de la Palabra, los sacramentos y la comunión de los hermanos te ha regalado la fe, que es puro don de Dios, es cuando tú tienes ojos distintos y nuevos y puedes ver a Dios, y puedes entender que toda tu historia la va llevando Él, que en todo te precede la gracia de Dios y sostiene tu vida la gracia de Dios, que Dios se constituye como horizonte y meta última de todo lo que tú eres, haces y estás llamado a ser en la vida eterna. Porque la fe es el don de Dios que nos da acceso a verle presente en nuestra vida, en nuestra historia. Hay una de las bienaventuranzas que dice: "Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8). Por eso, fe y purificación de los pecados van unidas. Si el corazón está limpio, ve a Dios, como lo veía la Virgen María, que es prototipo de santidad. Dios la preparó toda hermosa, incontaminada del pecado, arca de la nueva Alianza, en donde el Espíritu Santo iba a desposar a Dios con toda la humanidad en el seno de la Purísima Virgen. Allí, ¿qué es lo que aconteció? Dios, que viene a salvar y todo es gracia, porque María no tiene más que decir 'aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra' (Lc 1,38), ahí alcanza la verdadera libertad. Es dejarle al amor que prenda en nuestra vida y haciéndonos esclavos del amor, recuperemos el sentido de la verdadera libertad, que es la santidad. Dejar que Dios nazca en nosotros y reproducir el rostro de Jesucristo, el Santo, para el mundo. Daos cuenta. La Virgen Santísima, precedida por la gracia de Dios, consiente a la acción de Dios y es Él quien hará todo. Del mismo modo en la Iglesia, del mismo modo en la vida de cada uno de los bautizados, es Dios quien te ha precedido, es Dios quien viene y te regala su propia vida; es Dios quien hace posible la purificación de tu corazón para que desterrada la vida del pecado, puedas tener ojos nuevos para ver.
Y lo que verás es todo el inmenso amor de Dios que te ha rodeado desde toda la eternidad y que se hace presente en todos y en cada uno de los acontecimientos de tu vida, de modo que precediéndonos la gracia a través de la purificación por medio del sufrimiento, por medio de la cruz, por medio de lo que Dios quiera mandarnos a cada uno de nosotros, Él irá dirigiendo una historia de amor, una historia de santidad. Somos como una tierra donde Dios nos hace llover su justicia, que es su salvación, donde Él siembra y nosotros sumamos, por gracia suya, a la corriente del amor que nos viene con el Espíritu Santo, para que dóciles a la acción interna, a la revelación interna que te da la experiencia de Dios, puedas vivir dando los frutos del Espíritu. Conversión del corazón, iluminación por la fe para leer toda la historia con ojos nuevos con la gracia de Dios que te precede y te acompaña, te sana y te sostiene en todo lo que haces y, después, entrar a vivir del Resucitado.
La eucaristía y el Tabor
Eso es la Eucaristía. En la Eucaristía hace el Espíritu Santo, por medio de lo que llamamos epíclesis, que el cielo se abra y descienda la gloria de Dios sobre la mesa humilde a la que ha convocado en nombre de la Trinidad el sacerdote, que presencializa a Cristo para que allí toda la gloria de Dios, toda la misericordia suya, todo el amor de Dios se haga presente de tal manera que lo que ha prometido en la plegaria eucarística, precedida por la palabra, todo lo que ha prometido Dios se regale en la mesa de la Eucaristía, donde se contiene el Autor de todos los sacramentos, donde está presente Jesucristo, el Señor. Jesucristo resucitado y glorioso para que toda la impronta de su gloria llegue sobre nosotros y nos ocurra como a Moisés, que en la alianza del Sinaí baja con el rostro resplandeciente, porque lleva en su semblante la gloria de Dios. Nosotros subimos al Tabor, que es la Eucaristía. No podemos subir sino con el corazón limpio; no podemos comer nuestra propia condenación. Purificado el corazón de los pecados, con los ojos limpios de la fe, ascendemos a la gloria de Dios para que Él haga descender desde el cielo toda su presencia y en la cumbre del Tabor, en la cumbre donde se manifiesta la gloria de Dios, salva a su pueblo actualizando su Cuerpo que se entrega y su sangre que se derrama, vivimos de la gloria de Dios y comulgamos en Aquél que hará que nosotros repitamos para el mundo el gesto de la autodonación radical, es decir, del amor que se entrega en el Cuerpo, en la sangre que se derrama. Si hemos de subir al Tabor, no podemos ascender sin un corazón purificado de los pecados, sin los ojos de la fe. Pero una vez que estamos en el Tabor, hemos de dejar que resplandezca en nosotros toda la gloria de Dios. y toda la gloria de Dios a la vez en el sacrificio de la Eucaristía y en la prolongación del banquete que nos enamora a través de la adoración de quien está presente en la nueva Tienda de la Alianza, en la Iglesia, para acompañarnos en el caminar por el desierto de este mundo.
Hemos de sentir también como lo sintieron los apóstoles en el Tabor ¡qué bien se está aquí! (Mc 9,5). Esa es otra de las experiencias que tienen los nuevos movimientos y tenéis vosotros. No sólo os ha regalado la experiencia de saberos enfermos, necesitados, pecadores; no sólo el don y la iluminación de la fe, sino el decir: ¡qué bien se está aquí! ¡Qué bien se está en la Iglesia, qué bien se está junto al Señor resucitado y glorioso; qué bien se está junto aquél que nos acoge y no desprecia a nadie y su mirada es siempre mirada que atraviesa el corazón, porque descubriéndonos allí donde están todos nuestros secretos, quiere que descansemos en Él! Eso es la gracia. Quiere que descansemos en Él. Por eso hemos de activar toda nuestra fe para entrar en el ámbito que el Señor ha comparado como un oasis en medio del desierto de este mundo. Hemos de prepararnos para disfrutar del Señor, para entrar a disfrutar de la gloria de Dios que nos acompaña. que se hace presente. Y no se hace presente simplemente como recuerdo, sino como memorial (anámnesis) de su Encarnación, de su pasión, de su muerte, de su resurrección, de su ascensión a los cielos, de su gloria, de todo lo que es el Señor. Por eso, cuando celebramos la Eucaristía, cuando el Espíritu pone en nosotros las palabras del Señor, cuando recitamos los salmos, cuando cantamos, vemos cómo el corazón reposa, descansa, siente que va enamorándose cada vez más y prendiéndose más de la gloria de Dios. Y eso es lo que nos hará después, precedidos por el don de Dios, poder llevar en nuestro semblante la gloria de Dios y con la humildad de quien se sabe curado ofrecer a nuestros hermanos el poder de invitarlos, como decís: "Venid y lo veréis". Venid que yo sé y he reconocido el Médico que me ha curado, que me ha devuelto la vista, que puedo ver cómo todas las cosas concurren para el bien de aquellos a los que Dios ama, cómo Él va reverdeciendo todo lo que es sequedad en mi corazón, cómo Él va creando y configurándome a través de acción interna del Espíritu Santo me va haciendo para que yo pueda ser otro Cristo y dar para el mundo la imagen de Jesucristo resucitado y glorioso.
Hemos de subir al Tabor y hemos de descansar en el Señor. Es una desgracia que en nuestro mundo, que tanto está afanado por las cosas del presente, que tantas le reclaman para ir siempre corriendo, a veces alocadamente, es una desgracia que no sepa descansar. Hemos de llevarle ese mensaje que se hace buena Noticia. Hemos disfrutado de estar con el Señor. Ven tú a disfrutar con el Señor. Ven y súmate para poder hallar el descanso y la paz de quien te ama con un amor incondicional, de quien te coge en sus brazos, de quien te aproxima a su propio semblante, de quien te arrima a su mismo pecho y te dice: Eres mi hijo, yo te he engendrado. Tú vas a vivir siempre de ese manantial inagotable que es el amor de Dios.
La Eucaristía prolongación de la Encarnación
La Eucaristía prolonga la Encarnación de Jesucristo, nos lo hace presente por la acción epiclética del Espíritu; el sacerdote convoca al Dios tres veces santo, después de que hemos cantado el Prefacio, "Santo, Santo, Santo es el Señor". Después dirá "Santo eres en verdad, Señor, Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu". Y el gesto de la epíclesis hará presente en las ofrendas al mismo Jesucristo para que después en la segunda epíclesis , que se da en el Eucaristía en el Canon segundo, toda la asamblea viva la comunión y quede santificada por el mismo Espíritu, que nos hace de lo diverso uno, de lo que cada uno vive en su propia intimidad personal camino y recorrido desde su libertad para construir la unidad de la Iglesia de Cristo. Ahí es donde se construye la Iglesia. Ahí es donde cada uno de nosotros somos edificados, plantados, reconstruidos, sanados y curados. Toda la Eucaristía que hace anámnesis, memoria, actualización de los misterios del Señor, se consuma en el momento de la comunión. Comulgar en el cuerpo, en la sangre de Cristo es recibir la Vida de Aquél, que ahora resucitado y glorioso ha entregado su Cuerpo y ha derramado su sangre por ti, por mí, por todos nosotros. La comunión no sólo construirá la unidad del pueblo de Dios, su Iglesia, sino que además será el antídoto para todo el veneno de este mundo, que nos puede separar del amor de Dios. Se da Cristo como banquete, como alimento que nos nutre. Nos hace vivir en Cristo y eso nos va redimiendo paulatinamente, poco a poco. Cada vez que celebramos la Eucaristía se va operando en nosotros la redención plena, también de nuestro cuerpo, que es curado y sanado bautismal y eucarísticamente. Hasta el cuerpo del que vive en la gracia de Dios está llamado a manifestar todo el esplendor de la gloria de Jesucristo el resucitado, hecho presente por la acción del Espíritu Santo, que os invita a venir y a comer. Gritaba: "Si alguien tiene sed, que venga a mí. Encontrará como un manantial que salta hasta la vida eterna". Estaba hablando del Espíritu, que hace presente a Jesucristo. "El que come mi pan, vivirá eternamente" (Jn 6,51). Es más, vive ya la eternidad en el tiempo; hace presente toda la vida eterna en el corazón de aquél que , por la fe precedida por el perdón de los pecados, va a esta Cena a participar del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Ahí está todo el alimento espiritual que necesitamos, el mismo Cristo, que realizará en nosotros por obra del maestro interior que es el Espíritu Santo, la obra de que nosotros vayamos configurándonos con Él. Es ahí donde llega la segunda parte de lo que es la Santidad.
La intimidad con Dios y la santidad
Si la santidad es Dios mismo viviendo en nosotros como dice el apóstol San Pablo: "Cristo en vosotros, esperanza de la gloria", Cristo en vosotros: comulgamos en el Cuerpo y en la sangre, que nos ha preparado en este monte Tabor, que es todo altar, el mismo Espíritu Santo santificando las ofrendas. Ahora la presencia de Cristo en nosotros opera la transfiguración..., nuestra transformación en Cristo, como hijos de Dios, en intimidad con Cristo, que ... decía gritando en nosotros: Abba, Padre, y enseñándonos a orar. No hay santidad posible que no sea fruto de la intimidad constante con Dios, conocido a través de su palabra, que es espíritu y vida, hecha vida en nosotros y alcanzando las promesas de toda la Escritura y la Palabra de Dios que contiene a Cristo, alcanzando sus promesas cumplidas en los sacramentos y de modo especial en la Eucaristía.
El Espíritu Santo irá internamente como revistiéndonos de toda la vida de Dios. Es lo primero que hace en el bautismo cuando nos regala la vida a través de la fe, la esperanza y la caridad. Pero, después a través de sus siete dones, la vida plena de Dios en nosotros irá curando nuestra inteligencia con el don de ciencia y sabiduría, irá curando nuestra voluntad con el don de fortaleza, irá dándonos el discernimiento por el don de consejo, irá haciéndonos hijos de Dios por el don de piedad; nos hará sentir siempre ante el totalmente Otro que nos supera en todo, viviendo esa reverencia absoluta del Dios que se manifiesta con el don de temor. Y así va el Espíritu, poquito a poquito, curando la inteligencia, sanando el corazón, haciendo que todo lo que en nosotros quedó desorganizado por el pecado, sirva desde la corriente de la libertad, que ha quedado sanada por la gracia, para que nosotros seamos hijos en el Hijo mayor, que es Jesucristo, y demos para el mundo el fruto de ser Cristo, de ser como Cristo en el mundo. Ésta es la acción del que llamamos el Maestro interior. Y ante un maestro tan bueno lo que hemos de hacer es ser dóciles, no vivir según el espíritu de la carne, que nos lleva a la perdición, sino dejarnos conducir por el Espíritu Santo, quien nos hace comulgar en el cuerpo y en la sangre de Cristo, para que por el mismo sacrificio de nuestra donación vaya creciendo en nosotros hasta la adultez el mismo Cristo. Y nosotros, cada día, dejándonos conducir por esta fuerza que es a la vez potencia y brisa suave, que es el Espíritu, lleguemos a comprender lo alto, lo profundo del gran misterio del amor de Dios.
Porque esta es la verdadera sabiduría y esa es la santidad: no es más que conocer el amor de Dios. El santo tiene a la vez la persuasión de que es un pecador y, en cambio a la vez, está rodeado por la inmensidad del amor de Dios, que nos cubre por todas partes. Quien tiene los ojos ciegos no lo puede ver, pero el santo que por connaturalidad ya conoce el amor de Dios, porque Dios lo ha hecho bueno y conoce la bondad de Dios, lo ve por todas partes y lo ve incluso cuando más fuerte se presenta la cruz, cuando más dura golpea la vida y nos hace experimentar todo el sufrimiento, porque ve la mano de quien le conduce a purificar su vida para que pueda dar el fruto inmenso de lo que es ser otro Cristo, dando los frutos del Espíritu. Podemos diversificarlos como lo hace la Carta a los Gálatas, pero en definitiva es la caridad y el amor de Dios viviendo en nosotros. Pongo un ejemplo. Yo he pasado mucho por esa circunstancia. Yo he pensado muchas veces -lo recordaba a alguno de los presentes aquí- que todo era cuestión de esfuerzo y voluntad mía. Así he sido educado. He sido un gran racionalista y un gran voluntarioso al pensar que con el esfuerzo uno va alcanzando la perfección. Dios me ha curado y me ha hecho experimentar que el proceso es a la inversa. Es Dios quien lo hace todo. No es lo mismo llevar la barca o la canoa con los remos del esfuerzo de la voluntad que ser empujados potentemente por el viento del Espíritu, que es el amor y la caridad de Dios. Yo he sido curado de esto mismo. ¿Sabéis la paz que da saber que todo lo que se hace presente en nuestra vida, todo lo que se hace presente en mi vida, es algo que será precedido, acompañado y regalado por el Espíritu Santo por el amor de Dios? Qué fuerza cobra la vida de una persona, qué fuerza tiene esa barca que es empujada por el viento.
Cuando uno piensa que todo lo tiene que realizar con su esfuerzo, todo es estar haciendo continuamente cálculos, estar siempre con el agobio de cómo haré las cosas. Cuando invade el amor de Dios, se va hasta lo profundo de alta mar sin miedo. Es cuando uno puede quitar todas las amarras, no tener miedo, no estar continuamente entrando en el mar y saliendo a la playa, como calculando lo que yo puedo hacer. Hemos de ir mar adentro hasta la profundidad del abismo del amor de Dios a donde nos conducirá el propio Espíritu Santo. La caridad en nosotros lo que hace es empujarnos desde dentro para que no tengamos miedo de soltar las amarras de todo aquello que son nuestras seguridades y dejarnos conducir única y exclusivamente por el amor de Dios. Eso es todo un proceso que el Espíritu Santo irá regalando a lo largo de nuestra vida. Y cuando digo proceso, es porque Él nos va dando aquello que nosotros podemos consentir con nuestra voluntad. Y poquito a poquito nos va como enardeciendo, seduciendo y llevando por el camino y el recorrido de la vida de Dios, que es la santidad. Hermanos, lo que hemos de hacer simplemente, como la Virgen María, es dejarnos plenificar por la acción del Espíritu Santo, dejar que Él sea quien reproduzca en nosotros a Jesucristo, quien nos enamore del banquete de la Eucaristía para que comulgando en el Cuerpo que se entrega y en la sangre que se derrama, nosotros también como Cristo, busquemos entregarnos en el amor que Cristo nos hará, primero como regalo para que fructifique en el amor a Dios y a los hermanos, y después, dejar que día a día, a través de todos y cada uno de los acontecimientos, nosotros seamos más iluminados.
La fe es un don, que cuando alcanza, ha alcanzado a la persona; pero el Espíritu se da en proporción ¿a qué? A lo que vacíes primero, para después ser plenificado por Dios. Y le hemos de pedir que nos dé ese discernimiento para vaciarnos todo lo que haga falta hasta la renuncia de uno mismo, hasta querer ser expropiados para que Dios nos utilice como Él quiera para ser instrumento para el bien de la Iglesia y el bien de nuestros hermanos. Y en la proporción que Él gane nuestra voluntad para vaciarnos de nosotros mismos, Él va entrando cada día más en nosotros hasta lo que será la consumación de esta historia de amor y de santidad que es la unión con Dios, el poder ver su rostro cara a cara, como Él nos ha prometido, para siempre en la vida eterna.
Conclusión
Lo que nos está reclamando el Espíritu Santo en estos momentos -no lo dudo- es que en el seno mismo de la iglesia, viviendo el espíritu de comunión, llevemos los frutos de la santidad. Esto es lo que está reclamando esta generación que por haberse hecho tan compleja en sus medios de comunicación, tan diversificada y golpeada por todo lo que es la ausencia de Dios, en esta sociedad -insisto- la verdadera urgencia y necesidad es que fructifique la obra de Dios en sus hijos, regalándoles la santidad. Tenéis que dar muchas gracias a Dios porque os ha regalado el don de la fe, porque os ha hecho conocer vuestra propia debilidad y os ha llamado a la curación y a la conversión y porque os mantiene en la Iglesia, nos mantiene en la Iglesia.
Y ahí la Eucaristía será el reclamo continuo de lo que es la Iglesia: diversos y distintos, pero todos viviendo la unión, la comunión que regala el Espíritu Santo, que hace posible la presencia en nosotros del mismo pan, de la misma sangre que nos purifica de nuestros pecados. Vinculados a la Iglesia, dejándonos construir por la Iglesia en la Eucaristía saldremos a lo que el Santo Padre nos está urgiendo continuamente: a la nueva evangelización. Pero no vayamos sin llevar en nuestro semblante la gloria de Dios; no vayamos sin el equipaje de la gracia de Dios que nos llega a través del Sacramento de la Eucaristía y el resto de los sacramentos. No vayamos aisladamente, sino como pueblo que unificado en el amor sabe presentarse ante el mundo y decir simplemente las palabras del Señor, simplemente lo que nos enseña antes, simplemente la Buena Noticia, el evangelio de que somos hijos amados por Dios, que su amor es incondicional, que se hace cargo de cada uno de nosotros, que quiere plenificar nuestro corazón con la presencia del Espíritu, que quiere que seamos hijos suyos para toda la eternidad. Ser hijos de adopción no es menos que ser hijos de la carne y de la sangre; ni muchísimo menos. Es más, todo lo contrario. Ser hijos por adopción, hijos en el Hijo, significa que hemos nacido de nuevo, que hemos sido incorporados a aquél que es la misma Vida y, por tanto, donde está la Cabeza están los miembros. Si Cristo ya está glorioso y resucitado en el cielo, allí es donde nos espera a cada uno de nosotros y nos atrae como un imán atrae los metales, así nos atrae el cielo a nosotros, porque es lo que desea tu corazón. Sea alabado el Señor. ¡Gloria a la Santísima Trinidad! y gracias por la invitación que me habéis hecho. Dejad que os diga la última palabra. No desmerezcamos en nada la gracia de Dios. Dejemos que Él nos preceda, nos acompañe y que nos regale por los caminos que Él quiera el don de la santidad.
(Nuevo Pentecostés, nº 69)
Introducción
Permitidme que empiece recordando entre nosotros al que ha recibido el encargo de confirmarnos en la fe, al Papa Juan Pablo II (aplausos), y lo recuerde con todo el aprecio y el cariño de quien como padre va guiándonos y discerniendo lo que el Espíritu Santo quiere regalar en este momento de la historia a sus hijos. La imagen que me viene es una de las lecturas que escuchamos hace poco en la Liturgia. El Papa como un padre está repitiendo lo que en un momento determinado de la historia Yahveh hace con Israel o con Efraim. Como un padre a sus hijos ha ido atrayendo a cada uno de los nuevos movimientos y atrayéndoos a vosotros con lazos de amor. Esto ha promovido que allí donde el Señor nos ha querido plantar y edificar en la Iglesia nos sintamos todos y cada uno, especialmente vosotros, como aquellos que ganados por el amor de Dios, quieren dejarse conducir por la fuerza arrolladora del Espíritu Santo para aportar todo lo que Dios os regale a la edificación de la única Iglesia de Cristo. El Papa va haciendo como padre y en 1998 en la Plaza de San Pedro dijo: 'Éste es el nuevo Pentecostés, la nueva Primavera de la Iglesia que anunciaba el Papa Juan XXIII cuando convocó el Concilio Vaticano II. Vosotros sois la primavera de la Iglesia, el Nuevo Pentecostés (Aplausos). Y en las palabras que nos decía a todos los presentes, recordaba que éste es el momento en que después de un tiempo de purificación y de un largo caminar como Israel por el desierto el Señor está regalando la madurez a los nuevos movimientos.
La santidad es Dios
Y la madurez no tiene otra palabra que la que se me pide que comente esta mañana: la santidad. La santidad es lo que está reclamando esta generación y reclamarán todas las generaciones en cualquier momento de la historia. La santidad, hermanos, es Dios mismo. No es una palabra abstracta, es la vida de Dios. Es alguien que vive al interior de sí mismo, la comunión de las Personas en el Dios tres veces Santo, el Misterio en el interior de Sí mismo en la Santísima Trinidad, es la vida misma de Dios. Por eso, Dios abre el corazón suyo y nos quiere regalar a todos su misma vida, de tal manera que participemos de la misma naturaleza del Señor y seamos hijos suyos como lo es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado en el seno purísimo de la Santísima Virgen por obra del Espíritu Santo.
Es muy importante que retengamos bien esta primera reflexión: la Santidad es Dios, porque sólo Tú eres santo, sólo Tú Señor, decimos en el cántico del Gloria. Y Él que abrió su Corazón para crear todas las cosas, puso al hombre y a la mujer en el vértice de la creación dándoles su imagen y su semejanza. Por eso en el corazón llevamos todos grabada la vocación, la llamada de Dios al amor, que, siendo participación de su vida, nos hace santos. La caridad, que es la palabra con que nosotros queremos expresar la vida misma de Dios, en griego agape, en latín cáritas, en castellano caridad, es el mismo que viene como gracia a nosotros, no por mérito nuestro sino por acción gratuita suya; porque nos quiere con un amor inmenso y, por tanto, nos quiere regalar su misma vida. Y de ahí la presencia de la vida de Dios en nosotros, que llamamos gracia y que tiene un nombre: el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones; y de ahí fluirán como un río del manantial todos los frutos, que serán después del don de la vida de Dios, lo que llamamos el quehacer, el obrar, lo que llamamos la santidad que brota de una vida que no nos pertenece, que Dios nos ha regalado sin mérito ninguno.
El obstáculo a la santidad
Hay un óbstáculo a lo que estoy diciendo. Es lo que desencadenó una historia de amor de parte de Dios y una historia de infidelidad por parte nuestra. El principal obstáculo que cierra las puertas a la gracia de Dios es el pecado. El pecado siempre entra en nosotros por aquél que siendo el engañador y padre de la mentira nos seduce, presentándonos el mal revestido de bien, de tal manera que anida en nuestro corazón la perversión misma de nuestra voluntad que nos viene a colocar de espaldas a Dios. Esto ya ocurrió en la primera página del Génesis, y es lo que estará continuamente impidiendo que la santidad, la vida de Dios se manifieste en nosotros. Por eso una de las características de los nuevos movimientos, que al calor de lo que regala el Espíritu Santo van surgiendo en la Iglesia, es que os regala a todos y a cada uno la convicción, y esto es la obra del Espíritu Santo, de que somos pecadores. Primero, el que está hablando; luego, cada uno de vosotros. El Espíritu Santo convencerá al mundo de pecado (Jn 16,8), y éste es el primer don, porque quien no se reconoce pecador, quien no se reconoce enfermo, no se sumará a la fila de aquellos que siendo pobres, menesterosos y pecadores irán a buscar en el que es la misma santidad el alivio, el consuelo y la sanación de toda su persona, cuerpo y espíritu. Porque Él es el médico que viene a buscar a los pecadores para regalarnos la curación, la sanación, la vida de Dios, que es la santidad. Daos cuenta que todos los movimientos que el Señor va como aunando en ese gran principio de la comunión que forma la Iglesia, os ha regalado la experiencia, la convicción de que siendo pecadores necesitamos de la fuerza misma de Dios.
La obra de la santificación
Y ahí es donde comienza toda la obra de quien abre de par en par sus puertas para que sea Dios mismo quien venga como consuelo, como alivio: "Venid a Mí -dice él- todos los que estáis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré" (Mt 11,28). Él nos alivia con el agua de vida, que es el Espíritu Santo, dándonos esa agua que calmará nuestra sed, poniendo en nosotros el principio de la renovación, el principio de la nueva creación. Esto sucedió para cada uno de nosotros en el Bautismo. El Bautismo es el sacramento que nos introduce en la vida de Jesucristo, nos regala como semilla el don del Espíritu y formamos parte de la Iglesia mediante una regeneración, mediante un nuevo nacimiento. Nacidos del agua y del Espíritu somos incorporados al que es el Árbol de la vida, a Jesucristo por obra del Espíritu para que bien unidos como los sarmientos a la vid, podamos dar los frutos de santidad, que son los frutos de la vida del Señor en nosotros. El Bautismo nos ha sanado, nos ha curado del pecado que estropea toda la obra de Dios. La estropea en el sentido en que impide que nuestro corazón pueda amar a Dios sobre todas las cosas, pueda amar al prójimo, pueda, en definitiva, vivir la espontaneidad del bien que regala el Espíritu, cuando el corazón, purificado de los pecados, deja que anide en él la presencia del amor mismo de Dios, derramado en el corazón para que sea principio de vida, principio de renovación, principio de nueva creación.
Mirad si Dios nos ha querido, que nos ha hecho de nuevo. Eso es el Bautismo. Todo lo que estropea el pecado y que ha desatado esa historia extraordinaria de salvación que Dios..... culminó en su Hijo Jesucristo, todo eso alcanza a todos y a cada uno de nosotros, cuando mirándonos como miraba Jesús a los pecadores, nos aceptó en la Iglesia, nos lavó en las aguas del bautismo, nos regeneró... Pensad bien lo que estoy diciendo. No nos limpió por fuera, no nos dio simplemente un baño para que tuviéramos otro rostro, sino que nos cambió. "Regenerar", nueva creación significa nuevo nacimiento. Nos ha regalado la vida de Dios, nos ha hecho amigos de Dios, nos ha hecho justos, nos ha justificado. Por tanto, somos hijos de Dios, hijos en el Hijo, que es Jesucristo. Todo el recorrido de la santidad no es más que desarrollar el espíritu de filiación, sentirnos hijos de Dios, dejar que el Espíritu Santo empuje fuerte dentro de nosotros y nos haga gritar 'Abbá', ¿Padre! como un niño, para poder desde la fe hacer el recorrido de nuestra vida sabiendo que estamos siempre en las manos de Dios. Igual que Yahveh atraía a Israel, a Efraim, nos atrae a nosotros. Pero, la atracción es interna, de tal manera que el Espíritu Santo que se nos regaló en el Bautismo, que se nos dio en plenitud por el Sacramento de la Confirmación, ha ido culminando la obra de hacernos hijos al sentarnos como comensales suyos a la mesa de la Eucaristía, que contiene todo el bien de la Iglesia, porque contiene al mismo Cristo.
Contemporáneos de Cristo en la Eucaristía
La santidad, que es la vida de Dios en nosotros que fructifica haciéndonos santos, está siempre unida a lo que es la Eucaristía, que es la misma vida de Jesucristo en nosotros. El artista, que va diseñando el rostro de Cristo en nosotros, el que lo crea en nosotros es el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es quien nos hace contemporáneos de Cristo, invitados a participar de su vida en la Eucaristía. Somos contemporáneos de Cristo significa que todo lo que aconteció por medio de la Encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, que nos ha hecho hijos en Él y, por tanto, ha enaltecido nuestra condición humana para hacerla participar de la vida divina, todo eso ahora no aconteció simplemente hace dos mil años, sino que para tí se hace propuesta personal cada vez que te reúnes a celebrar la Eucaristía, donde eres invitado/a a encontrarte con Cristo. En un momento donde somos contemporáneos, porque no se trata en la Eucaristía de recordar simplemente lo que pasó hace dos mil años, sino que el Espíritu Santo hace presente por medio de su don santificador en el pan y en el vino el Cuerpo y la Sangre del Señor. No sólo prolonga la encarnación de Jesucristo, de tal manera que tú estás delante de él, sino que además su gesto de donación suprema en la cruz y su resurrección para que tú participes de la gloria del Resucitado. Es el Cuerpo que se entrega; es la sangre que se derrama, y comulgar es entrar a vivir en el que nos invita al gesto de donarnos, autodonarnos, como Él se dio enteramente en la Cruz.
Pero, esto sólo lo podemos vivir desde la primera condición , que es convertir el corazón a Dios, desterrar de nosotros la vida del pecado, vaciar el corazón para que quede plenificado por obra del Espíritu Santo, se haga él presente y reine en tu corazón y haga una alianza perpetua de amor. Eso es lo que llamamos la conversión. Ese es el primer paso de quien siente que todo en su vida es bendición de Dios, se siente acogido por Él y, por tanto confiesa sus pecados, vacía su corazón, deja que reine en él el amor de Dios, el Espíritu Santo.
Pero después está la obra de la fe. La conversión y la fe. Llegar a la Eucaristía y encontrar en ella la fuerza y el manantial de donde brota el amor de Dios, que nos hace santos, es entrar a vivir en Jesucristo por la fe. Y la fe comienza por ser iluminación. Como el ciego decimos: "Señor, haz que pueda ver" (Lc 18,41). Hermanos, situaos en la complejidad de nuestro mundo, en las características que tiene esta sociedad tan ausente de Dios, donde tantos hermanos nuestros están ciegos y no pueden ver. Y no es porque Dios no esté empujando fuerte; no es porque no esté llamando a la puerta de cada uno para que le dejen entrar. No es que no los quiera enamorar con la cena de la Eucaristía, sino que están su corazón y sus ojos cerrados, ciegos por el ambiente del mundo y por la propia condición de la debilidad y del pecado. La fe, que Dios te ha regalado y tú de rodillas le tienes que agradecer todos los días, la fe te ha dado luz, ha iluminado tu vida. Puedes ver en ella la mano amorosa de Dios que te va llevando como un niño, como Yahveh llevaba a Israel, como nos lleva Dios a través de su Espíritu en la Iglesia. Quien no se acerca a la Eucaristía desde la fe, quien no ve la presencia de Dios que actúa y se hace presente en el acontecimiento de lo que es renovar y actualizar la muerte y la resurrección de Jesucristo, quien no tiene esos ojos no puede participar de la vida que Dios quiere derramar en sus hijos. Por eso digo que el recorrido hacia la santidad, que pasa primero por la conversión del corazón, se va desarrollando desde la fe como iluminación de tu historia.
Una vez que Dios potentemente a través de la Palabra, los sacramentos y la comunión de los hermanos te ha regalado la fe, que es puro don de Dios, es cuando tú tienes ojos distintos y nuevos y puedes ver a Dios, y puedes entender que toda tu historia la va llevando Él, que en todo te precede la gracia de Dios y sostiene tu vida la gracia de Dios, que Dios se constituye como horizonte y meta última de todo lo que tú eres, haces y estás llamado a ser en la vida eterna. Porque la fe es el don de Dios que nos da acceso a verle presente en nuestra vida, en nuestra historia. Hay una de las bienaventuranzas que dice: "Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8). Por eso, fe y purificación de los pecados van unidas. Si el corazón está limpio, ve a Dios, como lo veía la Virgen María, que es prototipo de santidad. Dios la preparó toda hermosa, incontaminada del pecado, arca de la nueva Alianza, en donde el Espíritu Santo iba a desposar a Dios con toda la humanidad en el seno de la Purísima Virgen. Allí, ¿qué es lo que aconteció? Dios, que viene a salvar y todo es gracia, porque María no tiene más que decir 'aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra' (Lc 1,38), ahí alcanza la verdadera libertad. Es dejarle al amor que prenda en nuestra vida y haciéndonos esclavos del amor, recuperemos el sentido de la verdadera libertad, que es la santidad. Dejar que Dios nazca en nosotros y reproducir el rostro de Jesucristo, el Santo, para el mundo. Daos cuenta. La Virgen Santísima, precedida por la gracia de Dios, consiente a la acción de Dios y es Él quien hará todo. Del mismo modo en la Iglesia, del mismo modo en la vida de cada uno de los bautizados, es Dios quien te ha precedido, es Dios quien viene y te regala su propia vida; es Dios quien hace posible la purificación de tu corazón para que desterrada la vida del pecado, puedas tener ojos nuevos para ver.
Y lo que verás es todo el inmenso amor de Dios que te ha rodeado desde toda la eternidad y que se hace presente en todos y en cada uno de los acontecimientos de tu vida, de modo que precediéndonos la gracia a través de la purificación por medio del sufrimiento, por medio de la cruz, por medio de lo que Dios quiera mandarnos a cada uno de nosotros, Él irá dirigiendo una historia de amor, una historia de santidad. Somos como una tierra donde Dios nos hace llover su justicia, que es su salvación, donde Él siembra y nosotros sumamos, por gracia suya, a la corriente del amor que nos viene con el Espíritu Santo, para que dóciles a la acción interna, a la revelación interna que te da la experiencia de Dios, puedas vivir dando los frutos del Espíritu. Conversión del corazón, iluminación por la fe para leer toda la historia con ojos nuevos con la gracia de Dios que te precede y te acompaña, te sana y te sostiene en todo lo que haces y, después, entrar a vivir del Resucitado.
La eucaristía y el Tabor
Eso es la Eucaristía. En la Eucaristía hace el Espíritu Santo, por medio de lo que llamamos epíclesis, que el cielo se abra y descienda la gloria de Dios sobre la mesa humilde a la que ha convocado en nombre de la Trinidad el sacerdote, que presencializa a Cristo para que allí toda la gloria de Dios, toda la misericordia suya, todo el amor de Dios se haga presente de tal manera que lo que ha prometido en la plegaria eucarística, precedida por la palabra, todo lo que ha prometido Dios se regale en la mesa de la Eucaristía, donde se contiene el Autor de todos los sacramentos, donde está presente Jesucristo, el Señor. Jesucristo resucitado y glorioso para que toda la impronta de su gloria llegue sobre nosotros y nos ocurra como a Moisés, que en la alianza del Sinaí baja con el rostro resplandeciente, porque lleva en su semblante la gloria de Dios. Nosotros subimos al Tabor, que es la Eucaristía. No podemos subir sino con el corazón limpio; no podemos comer nuestra propia condenación. Purificado el corazón de los pecados, con los ojos limpios de la fe, ascendemos a la gloria de Dios para que Él haga descender desde el cielo toda su presencia y en la cumbre del Tabor, en la cumbre donde se manifiesta la gloria de Dios, salva a su pueblo actualizando su Cuerpo que se entrega y su sangre que se derrama, vivimos de la gloria de Dios y comulgamos en Aquél que hará que nosotros repitamos para el mundo el gesto de la autodonación radical, es decir, del amor que se entrega en el Cuerpo, en la sangre que se derrama. Si hemos de subir al Tabor, no podemos ascender sin un corazón purificado de los pecados, sin los ojos de la fe. Pero una vez que estamos en el Tabor, hemos de dejar que resplandezca en nosotros toda la gloria de Dios. y toda la gloria de Dios a la vez en el sacrificio de la Eucaristía y en la prolongación del banquete que nos enamora a través de la adoración de quien está presente en la nueva Tienda de la Alianza, en la Iglesia, para acompañarnos en el caminar por el desierto de este mundo.
Hemos de sentir también como lo sintieron los apóstoles en el Tabor ¡qué bien se está aquí! (Mc 9,5). Esa es otra de las experiencias que tienen los nuevos movimientos y tenéis vosotros. No sólo os ha regalado la experiencia de saberos enfermos, necesitados, pecadores; no sólo el don y la iluminación de la fe, sino el decir: ¡qué bien se está aquí! ¡Qué bien se está en la Iglesia, qué bien se está junto al Señor resucitado y glorioso; qué bien se está junto aquél que nos acoge y no desprecia a nadie y su mirada es siempre mirada que atraviesa el corazón, porque descubriéndonos allí donde están todos nuestros secretos, quiere que descansemos en Él! Eso es la gracia. Quiere que descansemos en Él. Por eso hemos de activar toda nuestra fe para entrar en el ámbito que el Señor ha comparado como un oasis en medio del desierto de este mundo. Hemos de prepararnos para disfrutar del Señor, para entrar a disfrutar de la gloria de Dios que nos acompaña. que se hace presente. Y no se hace presente simplemente como recuerdo, sino como memorial (anámnesis) de su Encarnación, de su pasión, de su muerte, de su resurrección, de su ascensión a los cielos, de su gloria, de todo lo que es el Señor. Por eso, cuando celebramos la Eucaristía, cuando el Espíritu pone en nosotros las palabras del Señor, cuando recitamos los salmos, cuando cantamos, vemos cómo el corazón reposa, descansa, siente que va enamorándose cada vez más y prendiéndose más de la gloria de Dios. Y eso es lo que nos hará después, precedidos por el don de Dios, poder llevar en nuestro semblante la gloria de Dios y con la humildad de quien se sabe curado ofrecer a nuestros hermanos el poder de invitarlos, como decís: "Venid y lo veréis". Venid que yo sé y he reconocido el Médico que me ha curado, que me ha devuelto la vista, que puedo ver cómo todas las cosas concurren para el bien de aquellos a los que Dios ama, cómo Él va reverdeciendo todo lo que es sequedad en mi corazón, cómo Él va creando y configurándome a través de acción interna del Espíritu Santo me va haciendo para que yo pueda ser otro Cristo y dar para el mundo la imagen de Jesucristo resucitado y glorioso.
Hemos de subir al Tabor y hemos de descansar en el Señor. Es una desgracia que en nuestro mundo, que tanto está afanado por las cosas del presente, que tantas le reclaman para ir siempre corriendo, a veces alocadamente, es una desgracia que no sepa descansar. Hemos de llevarle ese mensaje que se hace buena Noticia. Hemos disfrutado de estar con el Señor. Ven tú a disfrutar con el Señor. Ven y súmate para poder hallar el descanso y la paz de quien te ama con un amor incondicional, de quien te coge en sus brazos, de quien te aproxima a su propio semblante, de quien te arrima a su mismo pecho y te dice: Eres mi hijo, yo te he engendrado. Tú vas a vivir siempre de ese manantial inagotable que es el amor de Dios.
La Eucaristía prolongación de la Encarnación
La Eucaristía prolonga la Encarnación de Jesucristo, nos lo hace presente por la acción epiclética del Espíritu; el sacerdote convoca al Dios tres veces santo, después de que hemos cantado el Prefacio, "Santo, Santo, Santo es el Señor". Después dirá "Santo eres en verdad, Señor, Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu". Y el gesto de la epíclesis hará presente en las ofrendas al mismo Jesucristo para que después en la segunda epíclesis , que se da en el Eucaristía en el Canon segundo, toda la asamblea viva la comunión y quede santificada por el mismo Espíritu, que nos hace de lo diverso uno, de lo que cada uno vive en su propia intimidad personal camino y recorrido desde su libertad para construir la unidad de la Iglesia de Cristo. Ahí es donde se construye la Iglesia. Ahí es donde cada uno de nosotros somos edificados, plantados, reconstruidos, sanados y curados. Toda la Eucaristía que hace anámnesis, memoria, actualización de los misterios del Señor, se consuma en el momento de la comunión. Comulgar en el cuerpo, en la sangre de Cristo es recibir la Vida de Aquél, que ahora resucitado y glorioso ha entregado su Cuerpo y ha derramado su sangre por ti, por mí, por todos nosotros. La comunión no sólo construirá la unidad del pueblo de Dios, su Iglesia, sino que además será el antídoto para todo el veneno de este mundo, que nos puede separar del amor de Dios. Se da Cristo como banquete, como alimento que nos nutre. Nos hace vivir en Cristo y eso nos va redimiendo paulatinamente, poco a poco. Cada vez que celebramos la Eucaristía se va operando en nosotros la redención plena, también de nuestro cuerpo, que es curado y sanado bautismal y eucarísticamente. Hasta el cuerpo del que vive en la gracia de Dios está llamado a manifestar todo el esplendor de la gloria de Jesucristo el resucitado, hecho presente por la acción del Espíritu Santo, que os invita a venir y a comer. Gritaba: "Si alguien tiene sed, que venga a mí. Encontrará como un manantial que salta hasta la vida eterna". Estaba hablando del Espíritu, que hace presente a Jesucristo. "El que come mi pan, vivirá eternamente" (Jn 6,51). Es más, vive ya la eternidad en el tiempo; hace presente toda la vida eterna en el corazón de aquél que , por la fe precedida por el perdón de los pecados, va a esta Cena a participar del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Ahí está todo el alimento espiritual que necesitamos, el mismo Cristo, que realizará en nosotros por obra del maestro interior que es el Espíritu Santo, la obra de que nosotros vayamos configurándonos con Él. Es ahí donde llega la segunda parte de lo que es la Santidad.
La intimidad con Dios y la santidad
Si la santidad es Dios mismo viviendo en nosotros como dice el apóstol San Pablo: "Cristo en vosotros, esperanza de la gloria", Cristo en vosotros: comulgamos en el Cuerpo y en la sangre, que nos ha preparado en este monte Tabor, que es todo altar, el mismo Espíritu Santo santificando las ofrendas. Ahora la presencia de Cristo en nosotros opera la transfiguración..., nuestra transformación en Cristo, como hijos de Dios, en intimidad con Cristo, que ... decía gritando en nosotros: Abba, Padre, y enseñándonos a orar. No hay santidad posible que no sea fruto de la intimidad constante con Dios, conocido a través de su palabra, que es espíritu y vida, hecha vida en nosotros y alcanzando las promesas de toda la Escritura y la Palabra de Dios que contiene a Cristo, alcanzando sus promesas cumplidas en los sacramentos y de modo especial en la Eucaristía.
El Espíritu Santo irá internamente como revistiéndonos de toda la vida de Dios. Es lo primero que hace en el bautismo cuando nos regala la vida a través de la fe, la esperanza y la caridad. Pero, después a través de sus siete dones, la vida plena de Dios en nosotros irá curando nuestra inteligencia con el don de ciencia y sabiduría, irá curando nuestra voluntad con el don de fortaleza, irá dándonos el discernimiento por el don de consejo, irá haciéndonos hijos de Dios por el don de piedad; nos hará sentir siempre ante el totalmente Otro que nos supera en todo, viviendo esa reverencia absoluta del Dios que se manifiesta con el don de temor. Y así va el Espíritu, poquito a poquito, curando la inteligencia, sanando el corazón, haciendo que todo lo que en nosotros quedó desorganizado por el pecado, sirva desde la corriente de la libertad, que ha quedado sanada por la gracia, para que nosotros seamos hijos en el Hijo mayor, que es Jesucristo, y demos para el mundo el fruto de ser Cristo, de ser como Cristo en el mundo. Ésta es la acción del que llamamos el Maestro interior. Y ante un maestro tan bueno lo que hemos de hacer es ser dóciles, no vivir según el espíritu de la carne, que nos lleva a la perdición, sino dejarnos conducir por el Espíritu Santo, quien nos hace comulgar en el cuerpo y en la sangre de Cristo, para que por el mismo sacrificio de nuestra donación vaya creciendo en nosotros hasta la adultez el mismo Cristo. Y nosotros, cada día, dejándonos conducir por esta fuerza que es a la vez potencia y brisa suave, que es el Espíritu, lleguemos a comprender lo alto, lo profundo del gran misterio del amor de Dios.
Porque esta es la verdadera sabiduría y esa es la santidad: no es más que conocer el amor de Dios. El santo tiene a la vez la persuasión de que es un pecador y, en cambio a la vez, está rodeado por la inmensidad del amor de Dios, que nos cubre por todas partes. Quien tiene los ojos ciegos no lo puede ver, pero el santo que por connaturalidad ya conoce el amor de Dios, porque Dios lo ha hecho bueno y conoce la bondad de Dios, lo ve por todas partes y lo ve incluso cuando más fuerte se presenta la cruz, cuando más dura golpea la vida y nos hace experimentar todo el sufrimiento, porque ve la mano de quien le conduce a purificar su vida para que pueda dar el fruto inmenso de lo que es ser otro Cristo, dando los frutos del Espíritu. Podemos diversificarlos como lo hace la Carta a los Gálatas, pero en definitiva es la caridad y el amor de Dios viviendo en nosotros. Pongo un ejemplo. Yo he pasado mucho por esa circunstancia. Yo he pensado muchas veces -lo recordaba a alguno de los presentes aquí- que todo era cuestión de esfuerzo y voluntad mía. Así he sido educado. He sido un gran racionalista y un gran voluntarioso al pensar que con el esfuerzo uno va alcanzando la perfección. Dios me ha curado y me ha hecho experimentar que el proceso es a la inversa. Es Dios quien lo hace todo. No es lo mismo llevar la barca o la canoa con los remos del esfuerzo de la voluntad que ser empujados potentemente por el viento del Espíritu, que es el amor y la caridad de Dios. Yo he sido curado de esto mismo. ¿Sabéis la paz que da saber que todo lo que se hace presente en nuestra vida, todo lo que se hace presente en mi vida, es algo que será precedido, acompañado y regalado por el Espíritu Santo por el amor de Dios? Qué fuerza cobra la vida de una persona, qué fuerza tiene esa barca que es empujada por el viento.
Cuando uno piensa que todo lo tiene que realizar con su esfuerzo, todo es estar haciendo continuamente cálculos, estar siempre con el agobio de cómo haré las cosas. Cuando invade el amor de Dios, se va hasta lo profundo de alta mar sin miedo. Es cuando uno puede quitar todas las amarras, no tener miedo, no estar continuamente entrando en el mar y saliendo a la playa, como calculando lo que yo puedo hacer. Hemos de ir mar adentro hasta la profundidad del abismo del amor de Dios a donde nos conducirá el propio Espíritu Santo. La caridad en nosotros lo que hace es empujarnos desde dentro para que no tengamos miedo de soltar las amarras de todo aquello que son nuestras seguridades y dejarnos conducir única y exclusivamente por el amor de Dios. Eso es todo un proceso que el Espíritu Santo irá regalando a lo largo de nuestra vida. Y cuando digo proceso, es porque Él nos va dando aquello que nosotros podemos consentir con nuestra voluntad. Y poquito a poquito nos va como enardeciendo, seduciendo y llevando por el camino y el recorrido de la vida de Dios, que es la santidad. Hermanos, lo que hemos de hacer simplemente, como la Virgen María, es dejarnos plenificar por la acción del Espíritu Santo, dejar que Él sea quien reproduzca en nosotros a Jesucristo, quien nos enamore del banquete de la Eucaristía para que comulgando en el Cuerpo que se entrega y en la sangre que se derrama, nosotros también como Cristo, busquemos entregarnos en el amor que Cristo nos hará, primero como regalo para que fructifique en el amor a Dios y a los hermanos, y después, dejar que día a día, a través de todos y cada uno de los acontecimientos, nosotros seamos más iluminados.
La fe es un don, que cuando alcanza, ha alcanzado a la persona; pero el Espíritu se da en proporción ¿a qué? A lo que vacíes primero, para después ser plenificado por Dios. Y le hemos de pedir que nos dé ese discernimiento para vaciarnos todo lo que haga falta hasta la renuncia de uno mismo, hasta querer ser expropiados para que Dios nos utilice como Él quiera para ser instrumento para el bien de la Iglesia y el bien de nuestros hermanos. Y en la proporción que Él gane nuestra voluntad para vaciarnos de nosotros mismos, Él va entrando cada día más en nosotros hasta lo que será la consumación de esta historia de amor y de santidad que es la unión con Dios, el poder ver su rostro cara a cara, como Él nos ha prometido, para siempre en la vida eterna.
Conclusión
Lo que nos está reclamando el Espíritu Santo en estos momentos -no lo dudo- es que en el seno mismo de la iglesia, viviendo el espíritu de comunión, llevemos los frutos de la santidad. Esto es lo que está reclamando esta generación que por haberse hecho tan compleja en sus medios de comunicación, tan diversificada y golpeada por todo lo que es la ausencia de Dios, en esta sociedad -insisto- la verdadera urgencia y necesidad es que fructifique la obra de Dios en sus hijos, regalándoles la santidad. Tenéis que dar muchas gracias a Dios porque os ha regalado el don de la fe, porque os ha hecho conocer vuestra propia debilidad y os ha llamado a la curación y a la conversión y porque os mantiene en la Iglesia, nos mantiene en la Iglesia.
Y ahí la Eucaristía será el reclamo continuo de lo que es la Iglesia: diversos y distintos, pero todos viviendo la unión, la comunión que regala el Espíritu Santo, que hace posible la presencia en nosotros del mismo pan, de la misma sangre que nos purifica de nuestros pecados. Vinculados a la Iglesia, dejándonos construir por la Iglesia en la Eucaristía saldremos a lo que el Santo Padre nos está urgiendo continuamente: a la nueva evangelización. Pero no vayamos sin llevar en nuestro semblante la gloria de Dios; no vayamos sin el equipaje de la gracia de Dios que nos llega a través del Sacramento de la Eucaristía y el resto de los sacramentos. No vayamos aisladamente, sino como pueblo que unificado en el amor sabe presentarse ante el mundo y decir simplemente las palabras del Señor, simplemente lo que nos enseña antes, simplemente la Buena Noticia, el evangelio de que somos hijos amados por Dios, que su amor es incondicional, que se hace cargo de cada uno de nosotros, que quiere plenificar nuestro corazón con la presencia del Espíritu, que quiere que seamos hijos suyos para toda la eternidad. Ser hijos de adopción no es menos que ser hijos de la carne y de la sangre; ni muchísimo menos. Es más, todo lo contrario. Ser hijos por adopción, hijos en el Hijo, significa que hemos nacido de nuevo, que hemos sido incorporados a aquél que es la misma Vida y, por tanto, donde está la Cabeza están los miembros. Si Cristo ya está glorioso y resucitado en el cielo, allí es donde nos espera a cada uno de nosotros y nos atrae como un imán atrae los metales, así nos atrae el cielo a nosotros, porque es lo que desea tu corazón. Sea alabado el Señor. ¡Gloria a la Santísima Trinidad! y gracias por la invitación que me habéis hecho. Dejad que os diga la última palabra. No desmerezcamos en nada la gracia de Dios. Dejemos que Él nos preceda, nos acompañe y que nos regale por los caminos que Él quiera el don de la santidad.
(Nuevo Pentecostés, nº 69)
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